Rosana G. Alonso
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Moviéndose en una delgada línea entre el drama más áspero y la comedia más negra ‘Dying’, del alemán Matthias Glasner, es la pieza más magnánima, en todos los sentidos, de la sección Albar del Festival de Cine de Gijón

Dying | FICX 2024 | StyleFeelFree. SFF magazine
Imagen de la película Dying | StyleFeelFree. SFF magazine

Dying, la última epopéyica película del alemán Matthias Glasner, se mueve en una delgada línea. Es el espacio que alcanza a trazar un postulado teórico que el propio Glasner manifiesta a lo largo de las tres horas que dura el metraje, reflexionando continuamente sobre el proceso creativo. En un armazón sólido y diáfano que, resuelto en cinco capítulos y un epílogo, busca poner en valor la vida, también pretende conectar la creación y el arte con el propio desarrollo vital. Justamente el segmento cuarto es el que dilucida cómo tiene que ser una pieza artística, de la índole que sea, para trascender evitando lo kitsch, en el sentido de complaciente. Tiene que mantener un equilibrio, explica una escena final. Esto es, estar in between entre lo completamente auténtico y una simplificación que busca hacer partícipe a la audiencia de lo que el artista quería mostrar, su verdad.

Estableciendo esa delgada línea como objeto teórico en mente Glasner compone una pieza de efusivo énfasis porque trabaja con opuestos. Aunque el título de la película, Dying, hace alusión a la muerte, en realidad ya desde el prefacio asistimos a una oda orquestal, sublime, a la vida. Desde el prefacio, una adorable niña, que representa la vida en su estado más puro e inocente, aún sin domesticar, aún sin intoxicar, insta a la audiencia a confiar en los mandatos del corazón. Es decir, nos pide que confiemos en nuestros instintos más primarios, en los sentimientos desinteresados que no buscan el premio sino la recompensa de saberse en el camino correcto. En realidad, esta escena, que puede resultar outside en el conjunto de la obra, pone un sesgo positivo a todo el metraje a pesar de lo que anuncia el encabezamiento de esta partitura cinética. No es que sean trágicos los desenlaces que registra la muerte a su paso, es que quizás no hemos sabido vivir.

Con todo lo diáfana que es Dying para mantenerse en esa delgada línea, deja tras de sí muchos enigmas. Para empezar, el enigma que se manifiesta en ese momento en el que la muerte se vislumbra como una realidad. Y el enigma del nacimiento. Y los misterios de los afectos que nos colocan en lugares extraños con respecto a la posición que ocupamos para otras personas. Y los misterios de los procesos artísticos, e incluso vitales, cuando buscan encontrar su lugar sin pedir permiso tropezándose con respuestas de inusitada incomprensión. A veces, únicamente, por estar fuera de un contexto propicio en el que solo se alumbra lo que ya permanece vehemente iluminado y legitimado. Y con todo, no hay extrañeza. Las escenas funcionan de forma independiente con una fuerza que cierra con rotundidad capítulos que dejan entrever el bagaje relevisivo de Glasner. Aún así, el cine, la pantalla grande es el único lugar posible para una película que continuamente se metamorfosea buscando el staccato que presiona para que se den las eclosiones que prevén una respuesta emotiva de la audiencia, sobre todo en los espectadores que se encuentran en la mediana edad a los que directamente se dirige. Es difícil mantenerse impertérrito ante una cinta que continuamente nos provoca, sin chantajear, pero persiguiendo una reacción en la inevitable sesión de psicoterapia a la que nos somete.

De absorbente escritura personal, aquí Tom, aparentemente alter ego de Matthias Glasner, acaba resultando una suerte de héroe anunciado. Brillantemente interpretado por Lars Eidinger, su presencia erosiona la jerarquía que hubiesen podido adquirir los absorbentes y salvajes personajes femeninos. Interpretados con arrojo por Corinna Harfouch y Lilith Stangenberg alumbran itinerarios de ausencias apenas bosquejadas que solo podemos intuir en una película que, por lo demás, gravita entre el Vortex de Gaspar Noé, la homenajeada en una escena del filme Fanny y Alexander, de Ingmar Bergman; y el trazo que imprimió Robert Altman a buena parte de su filmografía. Con la música que adquiere una dimensión enfática en su construcción de pasajes y haciendo más legible la trama, el protagonista, en la cuarentena, tiene que asumir que sus padres están en el proceso de morir, muriéndose literalmente, mientras enfrenta importantes desafíos personales y profesionales. Es un director de orquesta que está ensayando la pieza Dying, compuesta por Bernard, su mejor amigo y compositor de la partitura que, hastiado de todo, está también buscando la forma de acabar con su vida. Y es también un padre de familia impostado, lo que le da licencia para continuar siendo rehén de un amor que nunca funcionó salvo para autosabotearse y seguir manteniendo vivo el trauma de la relación con su madre.

Son muchas las corrientes que fluctúan en este retrato de personaje a través del cual Matthias Glasner busca exorcizar sus demonios para entender la vida y sus encrucijadas. Y en el medio de todo, la amistad, las políticas de la muerte y sus derechos recientemente debatidos y, en su caso, legislados; la soledad, la incomprensión en el seno familiar, el amor que golpea, la vida que golpea, el desencanto con la vida. Dying es portentosa en muchos sentidos. Por duración, por intensidad emocional, por complejidad en la trama argumental, por determinación actoral. No obstante, se sabe sin respuestas, como un proceso que está en proceso de observación, operando en los resquicios de humanidad donde lo verdaderamente humano gravita. Y una pregunta que envuelve todo, ¿el nuevo héroe moderno es el que elige la vida, con sus penas, o el que decide ponerle punto y final convirtiéndose en autor de su propia obra? Dying es una película para pensar y repensar aceptando que la vida es una tragicomedia que escribimos y ayudamos a escribir.
 

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