Rosana G. Alonso
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Con ‘Sugar Island’, la cineasta Johanné Gómez Terrero se fraterniza con una comunidad de creadoras que han dedicado su práctica artística a la investigación de una narrativa decolonial que reescribe la historia

Sugar Island | Festival de Venecia | StyleFeelFree. SFF magazine
Imagen de la película Sugar Island | StyleFeelFree. SFF magazine

Manifiesto antirracista que explora la dimensión del cuerpo, Sugar Island tiene un enunciado, de tal fuerza, que expande lo meramente cinematográfico. Lo hace indagando en la historia a través de la cual componer una suerte de ensayo fílmico que examina las desigualdades sociales partiendo de la colonización. Conforman ya un colectivo, en los últimos años, las artistas que, desde diferentes prácticas, han explorado lo colonial como canal de autodescubrimiento. Y no solo en Latinoamérica, si bien, son numerosas las artistas como María Magdalena Campos-Pons o Rosana Paulino las que destacan como autoras de narrativas decoloniales. No obstante, conviene trazar puntos de conexión en un mapamundi que cree comunidad. Ahí está, por ejemplo, el legado de la groenlandesa Pia Arke. Más allá de las Américas, los estudios decoloniales han proliferado como forma de reconstruir una historiografía que, en muchos casos, en lugar de contribuir a esclarecer cuestiones como el racismo, las han incentivado. Por eso, era necesario que los creadores del presente, de herencia indígena, dentro o fuera de su territorio, trataran de desarticular un relato que vuelve a perfilarse. Pero, esta vez, desde lo meramente identitario que escribe una biografía familiar que acaba siendo una biografía comunitaria que teje lazos universales.

Con la intención, precisamente, de recuperar su álbum familiar, Johanné Gómez Terrero sitúa Sugar Island en San Pedro Macorís, en República Dominicana. Es la ciudad natal de su padre, lugar que le sirve de génesis para escribir una ficción que parte de bases documentales. Todo el proceso de investigación ahonda en cuestiones personales que le permiten dibujar su propio árbol genealógico que la lleva hasta la caña de azúcar. Hay que tener en cuenta que el azúcar es la base de la identidad caribeña. Y un dato importante. Según explica el investigador cubano Oscar Znetti Lecuona, con el inicio de la producción azucarera en las Antillas comienza la introducción legal de esclavos africanos. Esto es, con permisos que emitía la Corona Española. Partiendo de este hecho, la cineasta dominicana confecciona una narración híbrida que conjuga experimentación, performance y una base sólida para una arquitectura cinética que ahonda en los cuerpos y las voces. Cuerpos mutantes en su viaje iniciático que buscan trascender. A través de rituales de conocimiento, de apertura a las fuentes ignoradas. Voces que declaman su verdad, que recitan con clamor y exigen equidad.

Película repleta de nítidas metáforas, es también un coming of age que atraviesa su protagonista y un filme de denuncia que se hace visible por la amenaza de la mecanización de la industria azucarera y la desprotección en la que se encuentran los mayores, tras una vida trabajando en los campos de azúcar en situación de explotación. En este entramado que descubre otros caminos de enfrentarse a la dialéctica de los cuerpos y la opresión que se ejerce sobre ellos, Makenya es una adolescente que vive en el Batey con su madre y su abuelo. Cuando descubre que se ha quedado embarazada tiene que encarar toda la estructura social enraizada a su condición de mujer negra, pobre y sujeta a un sistema excluyente del que es difícil salir. Con ella, se repite un patrón que no dejará de repetirse hasta que tome conciencia de quién es y por qué la historia sigue operando desde la misma lógica de sometimiento.

Estudio de la interacción entre sexo, raza y clase, Sugar Island es portentosa en su modo de dilucidar teorías que ponen de relieve la dominación de los cuerpos en disposiciones de poder que los someten a una realidad difícilmente maleable. En este sentido, lo interesante es ver cómo se puede hacer cine desde lo periférico. Un cine que pueda leerse de forma que la escritura se convierta en una lengua universal que podamos reconocer. Es un cine de resistencia y de desarraigo. Y sin embargo, de encuentro y comunidad. Igualmente, destaca por ser una cinematografía que desvía la mirada hacia lo inmaterial, donde la tierra toma, asimismo, conciencia de su poder divino. Lejos de lo material que se desvanece a través de la explotación y el consumo donde nada extasía la mirada, se dilucidan otros escapes que trazan pasajes afrofuturistas. Caminos que pretenden retomar las historias para repensarlas. En tiempos como los que corren, todas las propuestas que busquen alternativas sostenibles son como un bálsamo para las heridas. Ojalá más cine de ensayo ecofeminista que busque respuestas a la desigualdad, la injusticia y la colonización de la materia sea orgánica o inorgánica.