Rosana G. Alonso
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Constatación de que seguimos silenciando y de que la fractura social sigue generando desigualdad, la película de Icíar Bollaín, ‘Soy Nevenka’, huye de la caricatura y el reproche buscando, como ocurría en ‘Maixabel’, avivar el diálogo fructífero

Soy Nevenka | SSIFF 2024 | StyleFeelFree. SFF magazine
Imagen de la película Soy Nevenka | StyleFeelFree. SFF magazine

Han pasado 24 años desde que Nevenka Fernández denunció al que era alcalde de Ponferrada, Ismael Álvarez, por acoso sexual y laboral. Tras el revuelo que se montó entonces, poco hemos sabido de la exedil de Ponferrada, una joven que entonces atravesaba la veintena, y que pasaría a la historia por ser la primera mujer, al menos en España, que tuviese el valor de llevar a una persona influyente, a un político de peso en su comunidad, ante los tribunales por acoso sexual y laboral. El juicio llegó a su fin, no sin ensañamientos a cargo de un sistema en el que se atisbaban los sesgos pérfidos que mantenían una estructura patriarcal esmerada en re-acosar a la víctima. Aún así, los escollos quedaron atrás y, supuestamente, era una oportunidad para que ella pudiese superar el trauma porque había ganado la batalla ante los tribunales. Pero tuvo que emigrar. Exiliarse, en realidad. Aunque había ganado el juicio jurídico, el juicio social la estigmatizó. Para la sociedad, Nevenka era culpable. Se lo había buscado, y ahora tenía que cargar con las consecuencias. Sin posibilidad de encontrar un trabajo, y para evitar el bulling público, cambió su residencia primero a Inglaterra, luego a Irlanda donde se instaló definitivamente.

La historia del conocido como caso Nevenka la contó Netflix en una miniserie documental en 2021, y ahora, 3 años después, la toma Icíar Bollaín que, junto a Isa Campo, construye un relato de dignificación centrado en el proceso psicológico que llevó a Nevenka a tomar una decisión que, para ella, en ese momento, era de vida o muerte. No sabemos cómo pueden afectar determinadas circunstancias en la psique de una persona, porque depende de muchos factores. Y en un momento determinado, la mente de la exconcejala de Hacienda hizo clic. Así, acabó protagonizando, sin premeditación, un capítulo de la historia de este país que, desde hace unos años, cobra una relevancia positiva para la víctima, en el sentido de que al fin se le reconoce su valor al enfrentarse a un todo. Su propio partido político, la aorta social que ajusta los modos de comportamiento y, en definitiva, enfrentarse a un modelo de la ignorancia y el triunfalismo de herencia machista que sigue legitimándose a través de la maquinaria connivente que pondera la caza y la apropiación de los cuerpos femeninos hasta extenuarlos y denigrarlos. En este sentido, aunque ahora se quiera destacar este episodio como el primer #metoo, sabemos que eso no es cierto ya que para ello hubiese tenido que tener respaldo social, ecos que fraternizaran con la mujer que tuvo que huir bajo amenaza.

Pero efectivamente, llegó el metoo internacional y con él, el nombre de Nevenka Fernández volvió a pronunciarse. En España seguimos sin tener un metoo propio, como ocurre en Francia, por ejemplo. Pensábamos que el artículo que ponía contra las cuerdas a Carlos Vermut en El País serviría de algo, pero apenas ha tenido trascendencia, porque no fue la punta de ningún iceberg. Lo cual es preocupante porque ello incentiva que los depredadores sean más astutos y menos conscientes de una perversidad avalada por los resortes sociales, y las mujeres que los toleran tan predadoras como ellos si quieren seguir ejerciendo algún tipo de poder. Por ello mismo, la película de Bollaín se convierte en el revulsivo que necesitábamos para evitar la intoxicación. Las preguntas que destapa, el debate que esperemos encienda, tendría que estar vivo. Hay que señalar que no promueve ninguna guerra de sexos que, en los últimos años, ha generado más tensión social de la que podemos soportar.

Por el contrario, Soy Nevenka contribuye a que busquemos cauces para la toma de conciencia de nuestros actos y de nuestras jerarquías, que nos sitúen en un entorno que facilite el bienestar convivencial. Lo logra con unos personajes que interpretan con convicción Mireia Oriol y Urko Olazabal, muy bien construidos. Definidos sin complacencia, por una parte; ni afán de caricaturizar, por la otra, mantienen el equilibrio en una cinta que, en vez de jugar al ajedrez, pone de relieve unos hechos. Para ello, podría haber recurrido al drama judicial, pero sin esquivarlo, busca centrarse con atino en la psicología de Nevenka. Una mujer que no es consciente, ni mucho menos, de lo que está haciendo, sino que su iniciativa es meramente vital. Es la historia de un Goliat hecho mujer contra un David que, lejos de ser un hombre concreto, representa a toda una sociedad de hombres y mujeres que aceptan como normal lo que es monstruoso.

Siguiendo la factura impecable de Maixabel, en una película que se va creciendo hasta atrapar por completo al espectador, con este filme Icíar Bollaín vuelve a trazar un camino de redención para que asumamos que, en lugar de culpabilizarnos los unos a los otros, debemos construir un mundo en valores que eviten este tipo de comportamientos. Este momento de descrédito generalizado en las ideologías progresistas puede ser también una ocasión excelente para volver a fraguar discursos que profundicen sobre las causas y las consecuencias del poder y su abuso, de la construcción de una masculinidad inicua y los grupos que la aúpan, y de la carga que tenemos que soportar las mujeres cediendo a roles que no nos definen, bajo pena de castigo. Y ya de paso, tendríamos que sopesar por qué seguimos teniendo que cumplir ciertas pautas sociales para poder vivir una vida plena, con derecho a trabajos y remuneraciones dignas que no exijan a cambio la utilización de nuestros cuerpos o nuestro servilismo y complacencia absoluta que nos colocan en un espacio que fomenta un desequilibrio amenazante.

Si no admitimos que lo que se narra en Soy Nevenka no es un hecho aislado, ni Ismael Álvarez una excepción, entonces el problema cambiará de disfraz, como ya ocurre, pero seguirá siendo el mismo. Ojalá hubiésemos avanzado tanto, ojalá pudiéramos verla como algo del pasado y no reconociésemos, quizás no tanto en los hechos pero sí en determinados gestos de recriminación y subalternidad, dolencias de una sociedad que tiene que asumir sus responsabilidades. Porque lo más pérfido es que las víctimas también cambiarán el perfil, como sucede, de un tiempo a esta parte. Ya no tendrán la posibilidad de acceder a puestos para los que estén cualificadas porque ya se sabe que, de ciertas tipologías —estereotipos en el imaginario colectivo y masculino— es mejor desconfiar. Ahora se victimiza antes porque se presupone una malignidad o santidad que evita el abuso flagrante o encubierto, y que persuade al victimario de algunas mujeres. Son aquellas que han quedado relegadas al ostracismo y el silenciamiento, por el mero hecho de estar incapacitadas para lo que el estatus dominante les exige. Seguir siendo el soporte de un sistema consentido que las quiere sumisas y voluntariosas. Cuerpos disponibles a voluntad de patronos a los que no les importa cuán desafiantes sean, mientras sean de su usufructo.
 

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