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Repleta de belleza en la imagen y el sonido ‘Super Happy Forever’ supone un paso importante en la trayectoria de Kohei Igarashi, que vuelve nuevamente a Venecia, tras la huella que imprimió con ‘The Night I Swam’
No es un desconocido en Venecia. Aunque en esta ocasión Kohei Igarashi presenta su película en el Giornate degli Autore, en el año 2017 ya había formado parte de la selección de Orizzonti con The Night I Swam, que en España se estrenó como El viaje a Takara y en la que el japonés compartió la responsabilidad de dirigir junto con Damien Manivel. Además, tras Venecia, pasó por el Festival de San Sebastián donde tuvo su presencia en Zabaltegui. Siete años después vuelve a Venecia con Super Happy Forever, su tercer trabajo en el que se aprecia una evolución considerable. Menos reduccionista que la anterior, de narrativa más intricada por el flashback que divide la cinta en una estructura de dos bloques y tres actos muy diferenciados, su versatilidad es la consagración de un autor que pasa del clasicismo más ensimismado, de excelente factura, a algo mucho más contemporáneo.
Super Happy Forever pone de relieve el sonido del mar como un arrullo que habla del duelo. El duelo reflejado en el mar como metáfora de los sentimientos, de las lágrimas, de la angustia de la pérdida que se vierte en aguas que no están en calma. Así se aprecia en una apertura de una belleza que invita a cierto recogimiento. Es sorprendente cómo, por la temática, ya parece acercarse a una cinematografía nipona, de última hornada, a la que le ha interesado mucho la pérdida y la catarsis necesaria para superarla. Desde Hyrokazu Kore-eda hasta Naomi Kawase pasando por Ryûsuke Hamaguchi todos han abordado el duelo. Igarashi conecta con ellos a través de una historia que recurre al simbolismo que queda plasmado en una gorra roja que es la custodia de algo anecdótico que acaba siendo trascendental.
Tras su laberíntica propuesta Super Happy Forever muestra muchos itinerarios que transitar. Uno es el que indaga en la amistad entre el protagonista y su amigo. Estos personajes están interpretados por Hiroki Sano y Yoshinori Miyata que son quienes se pusieron en contacto con Kohei Igarashi para decirle que estaban interesados en hacer el papel de una historia suya. Esta idea primigenia fue modelándose, a continuación, hasta alcanzar la complejidad de un relato que guarda cierto paralelismo con las tramas que suele desarrollar Haruki Murakami. A pesar de la melancolía hay algo que permanece oculto y que tenemos que rellenar o descifrar, una ausencia que conecta muy bien con las sociedades capitalistas envueltas en el hastío y la satisfacción de un fortuito que, de improviso, estalla. Esto es sintomático de una etapa vital repleta de inocencia y de magia hasta que algo lo trastoca todo. En este sentido, se puede advertir también como un coming of age de madurez que adelanta un punto de inflexión personal.
Otros itinerarios son los que edifican el amor como algo espontáneo y auténtico, como un arcoíris después de la lluvia. La complicidad femenina, también es un factor importante. Y cómo las historias que alguien comienza siguen su curso, de otra forma, adoptando un símbolo que muta de significado. Por ello, no deja de ser una película optimista y alentadora ya que encierra cierta ingenuidad que plasma muy bien el tema Beyond The Sea de Bobby Darin. Asimismo, puede tener algo que aspira al paraíso que manifiesta la promesa de unas vacaciones o una pausa en el trabajo. Filmada en un resort, en la península de Izu, es una cinta que registra un tiempo en el que los sitios turísticos han proliferado, con todo lo que ello conlleva. No es que sea muy ecológica en su ideario, pero tampoco podemos ser tan cínicos. Las escapadas turísticas son uno de los aspectos más definitorios de las sociedades contemporáneas. Y este paso en la trayectoria de Igarashi que define modos de vida, obviamente en Occidente, es algo a celebrar.