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Reconfortante en su abrazo silente, ‘Góndola’, de Veit Helmer, edifica una fábula de amor romántico entre dos mujeres que tiene la capacidad de transportar a través de su admirable fotografía acompañada de una música embriagadora
Desde que el cine sonoro comenzó a ser una realidad no solo el sonido y la música crearon texturas que contribuyeron a matizar la narración, sino que los diálogos se convirtieron en la columna vertebral de todo guion. Hasta tal punto, que las enseñanzas del cine mudo se habían quedado en el olvido. El feedback entre la audiencia y lo que pasaba en la pantalla parecía que solo podía transitar por ese entramado que, por otra parte, exigía demasiada atención como para detenerse en lo que esos diálogos contorneaban. Herencia, muy probablemente, de toda la industria de Hollywood, la voz viene siendo el motor central de todo. Generalmente, los cineastas no imaginan hasta qué punto puede ser un hándicap a la hora de que la experiencia cinematográfica sea algo gratificante, que transporte a un espacio en el que todo es más placentero. Así se advierte en Góndola de Veit Helmer.
La película Góndola, que estos días se estrena en el marco del German Film Fest Madrid 2024, podría definirse como un paseo por las nubes en clave metafórica. Su liviandad es tal que lejos de exigir al espectador un esfuerzo, le permite recrearse en su admirable fotografía y su deleitable música que no pasa desapercibida en esta cinta silente en la que los gestos adquieren una dimensión casi escultórica. Con un trabajo de arte estudiado al milímetro el peso de Goga Devdariani, como director de fotografía, alcanza una importancia de suma trascendencia. Los elementos líricos que configuran el metraje tienen mucha relación con esta fotografía que aprovecha las posibilidades de espacios que pasan de la limitación de un teleférico a la suntuosidad de los espacios naturales. Por otra parte, la música de Sóley y Malcom Arison ayuda a que estas imágenes adopten un peso que las dota de una entidad que construye la narratividad.
Con estos soportes descriptivos, Góndola erige un relato muy sencillo que tiene la fisonomía de una fábula que fácilmente conectará con todos los públicos. Nada es ampuloso, no hay una intencionalidad oculta. Lo que se muestra en pantalla es transparente, translúcido, llegando a tener un cariz casi naif. Es como si al cine de Kusturica, mucho más sofisticado, se le hubiese despojado de todo lo adyacente. Aventura de tramado folk sitúa, por otra parte, un espacio intermedio y comunicado por dos góndolas que unen dos localidades. En Georgia existen dos pueblecitos que únicamente están conectados por un teleférico. A partir de aquí Helmer edifica una historia de amor lésbico muy entrañable con la que es muy fácil interactuar porque tiene mucho de lúdico. Un filme muy tierno que permite que podamos desconectar del ruido mediático poniendo la esperanza en la capacidad del amor de transportar. Aunque sea una ilusión, es una ilusión reconfortante.