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El colombiano Santiago Lozano Álvarez desentraña los secretos de la selva en ‘Yo vi tres luces negras’, una película que transita entre lo visible y lo invisible
La región del Pacífico colombiano sigue habitada por etnias en su mayoría de origen afrocolombiano, si bien perviven descendientes amerindios y un grupo de población mestiza. Pero en su selva también perviven los grupos paramilitares que tienen controlado el territorio. Ellos deciden quién tiene derecho a pisar lo que consideran son sus tierras. Por eso, el paisaje natural y su exuberancia pictórica, de gran belleza, contrasta con la violencia. Esta belleza, en disputa con la brutalidad del hombre contra el hombre, de primeras, hace pensar en El abrazo de la serpiente de Ciro Guerra. En ambas películas hay una reflexión sobre la vida y la muerte. Pero lo que se manifestó como un tratado etnográfico que dejaba tras de sí un viaje profundo al Amazonas para resaltar su belleza, se convierte, en la propuesta de Santiago Lozano Álvarez, en un tránsito entre lo terrenal y lo divino.
Hay una búsqueda en Yo vi tres luces negras, de Santiago Lozano, que pretende trascender la mera existencia. Para ello, la figura de José de Los Santos es esencial. Es un hombre que conduce las ceremonias fúnebres y los rituales mortuorios en Aguaclara, su pueblo natal, cerca del río San Juan. Este fluvial se encuentra en la Costa del Pacífico colombiano. Allí la vida y la muerte se conectan entre sí en una espiral que marca la trayectoria vital. En realidad, la expresión vi tres luces negras tiene un sentido poético que deriva de la cultura que siguen propiciando los afrodescendientes colombianos. Desde un punto de vista metafórico las luces negras hacen alusión a seres en tránsito, entre el mundo de los vivos y los muertos. Estas luces mantienen viva la memoria de los difuntos e iluminan su camino hacia el lugar de descanso final.
A José de los Santos, el protagonista de Yo vi tres luces negras, le ha llegado su final. Tiene que emprender su último viaje y, por eso, este filme puede ser interpretado como una road movie que aspira a una catarsis redentora. Él ha escuchado, primero, la señal de su propia muerte. Después ha visto el alma de su hijo muerto. Es precisamente su hijo el que le indica que tiene que encontrar la tierra del origen. Pero, para ello, tendrá que recorrer la selva y sus peligros. En esta aventura, que describe los contrastes entre el mundo espiritual y otro material que solo aspira a lo fútil y lo intrascendente, está dibujado un territorio. Un territorio de contrastes que traza, también, una identidad en pugna con los valores de una Europa desafectada y descreída, como veíamos, igualmente, en El canto de la selva de Renée Nader Messora y João Salaviza. Esta cinematografía que incide en lo invisible que sustentan los pueblos indígenas es como una luz que invita a conectar con otros pueblos más conectados con la tierra y sus dimensiones extraespaciales.