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Sin trampas, Agnieszka Holland obliga a abrir los ojos y el corazón en ‘Green Border’, una película que dibuja un paisaje desolador de una Europa atravesada por una crisis de refugiados que sigue sin tener respuestas concretas
Hace ya casi un cuarto de siglo de la caída del Muro de Berlín. Entonces, Europa sonaba como una promesa de cambio, de solidaridad, de esperanza. Pero con el siglo XXI ya candente podemos asegurar que, en esta Europa resquebrajada y desmemoriada, los horrores de la Segunda Guerra Mundial han quedado en el olvido. Prueba de ello es la crisis humanitaria que ha revelado otra crisis, la de los refugiados. Bien podrían considerarse los grandes retos de nuestro tiempo. Huyendo del horror, seres humanos, de Oriente Medio y África, intentan llegar a una Europa que un día fue solidaria. ¿Qué queda de eso? Ahora es una fortaleza vigilada e inaccesible para los que no están dentro de sus fronteras. Sobre ellos, sobre estos refugiados, posa ahora la vista Agnieszka Holland en Green Border. De esta manera, vuelve a hacer una llamada de atención, como ya lo hiciera en Europa, Europa, denunciando las miserias de este continente que pisamos para ponerlas de relieve.
Más de treinta años después de Europa, Europa, las distancias con Green Border son más que notorias. En aquella, su personaje central era un adolescente judío que, para sobrevivir al Holocausto, se hizo pasar por nazi dejando así al descubierto los peores vicios del ser humano. Él, narrador y espectador, reconocía la atrocidad en aquellos que la perpetraban, pero al mismo tiempo tenía que identificarse con ellos para sobrevivir, lo que le generaba sentimientos contradictorios. No obstante, la mano mediadora de Holland no pudo evitar un enfoque maternalista para ubicar, sin ambages, a los personajes y las situaciones que los determinaban. Ahora, con un enfoque más audaz y sabiendo las exigencias que implica un proyecto de denuncia de tal envergadura, ha tenido muy en cuenta la necesidad de acompañar en lugar de inmiscuirse directamente. Con un estilo casi documental, que reclama un realismo verista, la cámara es solo un instrumento de búsqueda. Sigue a los sujetos elegidos moviéndose rápido y recurriendo a primeros planos que enfocan sus rostros desencajados por la realidad inesperada a la que tienen que enfrentarse.
Los refugiados que retrata Agnieszka Holland no son ucranianos. En este caso, son una familia siria que queda atrapada en la denominada frontera verde. Un no-lugar, entre Bielorrusia y Polonia, interceptado por las autoridades, y a través del cual intentan llegar a Europa. Han llegado hasta aquí atraídos por la propaganda que promete un acceso fácil a la Unión Europea. Sin embargo, su destino es un purgatorio en el que la humanidad no tiene término. Entrelazando historias, la cineasta polaca, que ya sorprendió con Spoor, atraviesa al espectador con su película más ambiciosa, más comprometida, más política y mejor diseñada. Tanto narrativamente, como teniendo en cuenta los recursos empleados para no desviar la atención del espectador, la cinta fluye por un paisaje desolador. Recurriendo a un blanco y negro que pone de relieve el hecho, su propósito es claro. Hace preguntas, exige respuestas, y cuestiona la Europa solidaria que pisamos. Obliga a abrir los ojos y el corazón. Y esta vez, sin trampas.