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Evitando la grandilocuencia, ‘Milk’ recurre a tácticas del suspense para hablar de la maternidad frustrada, temática que se sostiene por medio de un uso del sonido arrollador
La experiencia de la maternidad, en los últimos años, se ha convertido en una de las grandes temáticas de la contemporaneidad. Son muchas las cineastas que se han acercado a esta cuestión buscando, en las obras más notables, una forma de romper tabúes y explorar la experiencia tangible y corporal, el vínculo materno-filial, el cambio inevitable en la relación de pareja en caso de haberla, la dimensión psicológica u otros subtemas. Existe, para muchas realizadoras, la necesidad de romper con un estereotipo que resignifica uno de los aspectos más significativos de la experiencia humana. Prácticamente pasado por alto en el siglo XX, cuando el cine tenía una mirada eminentemente masculina, ahora se presenta como un pilar categórico que deja constancia de las desigualdades y los retos sociales que no podemos obviar para articularnos como sujetos en igualdad.
Independientemente de estas cuestiones políticas que señalan la necesidad cinematográfica de tener en cuenta aspectos hasta ahora ignorados que apelan a nuestra condición humana, en Milk la cineasta Stefanie Kolk asume el desafío de narrar desde la incapacidad de su protagonista de expresarse verbalmente. Sin embargo, esa incapacidad, notoria en el expresivo rostro de Frieda Barnhard, es algo muy definitorio. La actriz holandesa se expresa a través de gestos y ausencias mostrando una facultad innata de plasmar emociones muy complejas. La comunicación, precisamente por su insuficiencia, es clave en una película excelente en su magnitud simbólica que se resuelve en un punto y final de gran fuerza plástica. A ello contribuye un extraordinario uso del sonido, durante todo el metraje, que describe lo que no pueden manifestar sus protagonistas. Según la relación de pareja empieza a mostrar una brecha, inevitable por las circunstancias, el sonido se hace más decisivo.
Inquietante y enigmática, Milk narra el vínculo entre una madre y su bebé muerto al nacer. Este se hace efectivo en la necesidad que tiene la joven, que acaba de dar a luz, de seguir extrayendo su leche con la intención de donarla. Pero cuando la donación se complica porque resulta no apta para hacerlo, el duelo se hace más presente. Mientras tanto, la leche empieza a acumularse en la nevera y a convertirse en símbolo material de una pérdida, que en cierta forma, asume con cierto grado de responsabilidad. Desde un ángulo que recurre a muchas tácticas del suspense, la cinta avanza centrada en la relación de pareja filmada desde una intimidad que atiende a lo anecdótico, lo que le otorga una profundidad que reconforta al espectador. Lejos de la grandilocuencia en la que se sustentan las parejas cinematográficas, aquí hay una interesante mirada que indaga en la complicidad que la sostiene. El gesto, la luz y el detalle se vuelven entonces reveladores de intenciones.