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Evitando conscientemente la tentación de una unidireccionalidad que sometería el relato a un único punto de vista, ’20.000 especies de abejas’ cree fervientemente en la diversidad y el diálogo que la hace operativa
Cuando Céline Sciamma en Tomboy, hace ya más de una década, abrió el melón de la disforia de género, ni siquiera había debate al respecto. A día de hoy sigue siendo, de alguna manera, un tema tabú, pero ya forma parte, incluso, de la agenda del día política. También el cine, consciente de su función social, está ampliando la mirada con una dimensión menos ingenua de lo que muchas veces se le atribuye. La repercusión que tiene, su capacidad de fomentar el diálogo y de construir la percepción que tenemos de nosotros mismos, es innegable. En este sentido, 20.000 especies de abejas se sabe responsable de mirar la diversidad reconociendo la autodeterminación ya no solo de género, sino de representarnos, construirnos, reivindicarnos en el mundo. Esto es, de manifestarnos como seres con capacidad de definirnos más allá de los constructos focalizados en el entorno en el que nos ubicamos.
Desde el mismo título se advierte ya una declaración de intenciones. 20.000 especies de abejas reivindica la diversidad por medio de un conjunto coral femenino que mira en múltiples direcciones analizando el tejido social. Las protagonistas de esta trama son tres mujeres que representan a generaciones distintas y tienen puntos de vista encontrados del conflicto que se genera cuando Aitor desafía su propio nombre y género asignado al nacer. Interpretado por Sofía Otero, el personaje más joven de todos tiene la voluntad inconsciente de redirigir la mirada a su alrededor. Cuando la educación en el seno de los nuevos modelos familiares no es tan avasalladora, hay interés por escuchar aunque el conflicto esté latente. Este papel, de madre que quiere entender, lo lleva a cabo Patricia López Arnaiz insuflándole vida a través de una interpretación repleta de giros. Es una de las mejores actrices del cine español y aquí lo demuestra con determinación.
Es evidente que la cuestión de definirnos más allá de la biología sigue siendo un reto. Quedan todavía escollos por superar y esto es algo que se advierte en la dinámica actoral que pretende hacer un mapa de situación. Enfocada en retratar diferentes perspectivas Estibaliz Urresola, en su primer largometraje, trabaja, por otro lado, con la vista puesta en el horizonte. Un futuro en el que el peso de la etiqueta impuesta caiga. La cinta puede encontrar aquí su debilidad, pero también su fortaleza. No pretende hacer piruetas de estilo. No hay experimentación en una narración de factura clásica y corte naturalista. Se sabe con los pies en la tierra y ello es lo que la hace efectiva y comprometida. La puesta en valor del diálogo es más que suficiente para que, allá donde vaya, tenga garantizados los aplausos de los públicos. Su destreza está, precisamente, en su capacidad de, más que encender el debate, atajarlo con férrea convicción.