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Aunando reclamo y erotismo, ‘Fuego fatuo’ fragmenta la tiesura de la condición monárquica, con una mirada crítica a las convicciones sociales opuestas a un amor adolescente
Siglos después del entierro del absolutismo como forma arcaica de gobierno, son muchos los estados que aún sufren o presumen —a partes iguales— la corona como elemento fundamental de su nación. Relevados en capacidad y marginados a una labor casi decorativa, la figura del monarca es, más que nunca, objeto de discusión en el régimen democrático. Enfrentando a aquellos que consideran a este un ejemplo histórico de injusticia social con los que ven en él un símbolo de estabilidad. Es en esta coyuntura que João Pedro Rodrigues presenta su última película, Fuego fatuo, que, tan fugaz como ferviente, plantea la cuestión identitaria en el heredero al trono de la familia real portuguesa. Mostrando un mundo en el que, por ignorancia y convencionalismo, una nobleza en peligro de extinción, rechaza su única oportunidad de seguir a flote. Temiendo al progreso como un intruso destructor que amenaza la comodidad del status-quo.
A través de Alfredo, príncipe aspirante a bombero, y su instructor, Afonso, se abren las puertas de un viaje íntimo que supura lujuria. Transformando el mutuo deseo de una pareja adolescente en un desafío abierto a los intereses nacionales y la estabilidad del Reino. Así, uniendo una dirección de fotografía que evoca a los maestros de la pintura con la fluidez fantasiosa del teatro musical, Rodrigues captura un baile del homoerotismo más electrizante y transgresor con el constructo de lo tradicional. Transformando su obra en un reclamo rompedor que irrumpe imparable en una sociedad que anhela el cambio. Mostrando sin tapujos la libre sexualidad de un amor que convierte el espacio más mundano en un templo al erotismo, desestimando las convicciones más conservadoras.
Sin embargo, debido a la obligación de Alfredo de aceptar el trono tras el repentino fallecimiento de su padre, la fantasía se resquebraja para siempre. Años después, encontramos un Alfredo agonizante en los últimos días de su reinado, abandonado por su pueblo y suplicante por regresar al amor perdido. Siendo consciente ahora, en el ocaso de su vida, de las consecuencias de haber renunciado a su propia identidad. Acompañado solo por los recuerdos en una habitación vacía. De esta manera, Rodrigues convierte su sueño musical en una dramática tragedia gobernada por un monarca sin corona. Un hombre que se embarca voluntariamente en una travesía hacia la muerte anunciada, obedeciendo los deseos de un régimen anclado en el pasado, que se precipita, testarudo, hacia su propia autodestrucción.