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Valentina Maurel en ‘Tengo sueños eléctricos’ realiza un viaje hacia la madurez teniendo en cuenta una sororidad materno-filial resquebrajada que transmite la idea de crecer por la fuerza
Cada vez más, el divorcio y sus consecuencias es un tema a la orden del día. Al final, los que más pierden siempre son los hijos. A raíz de esta coyuntura, Tengo sueños eléctricos nos presenta un hogar dividido en el que Eva, una niña de 16 años, toma el papel protagonista. Al verse separada de su padre, la culpa recae sobre mamá, como suele pasar. Esto propicia un distanciamiento progresivo entre ambas. Como consecuencia, la joven empieza a pasar más tiempo con su padre, cuyo entorno está lejos ser el adecuado para criar a un hijo. A los ojos de Eva, su padre se nos presenta como un personaje ambiguo, con luces y sombras. Y es que, a veces, se nos olvida que nuestros padres también son personas de carne y hueso.
La trama está confeccionada de manera capitular, sin atar en corto un orden más allá de dos claves que portan una carga dramática relativamente mayor. La primera y más importante para el desarrollo de la narrativa sería la sexualidad que empieza a emanar dentro de Eva. Para su madre, ésta es la causa de que la joven esté empeñada en mudarse con su padre. Precisamente, la relación paterno-filial entre ambos es la segunda columna sobre la que se sostiene la obra. Por lo demás, un ritmo pausado permite explorar libremente el carácter de esta chica, ahondando en su apatía, fruto de su situación. Salvando las distancias, recuerda al tono de Boyhood, anecdótico en su relato, incluso al hablar de palabras mayores, como la violencia doméstica.
El padre de Eva sufre de ataques de ira habitualmente. Por eso, en casa de su madre, no está permitido el más mínimo acto de violencia. Probablemente, el mayor acierto de Tengo sueños eléctricos sea exponer a su protagonista a situaciones depravadas, inapropiadas para un adolescente. La obra consigue transmitir la idea de crecer por la fuerza, sin estar emocionalmente preparado para ello. Y es que uno no elige cuándo vienen los problemas. Pese a los intentos de su padre por demostrar que él no es el malo de la historia, le es incapaz de luchar contra esa naturaleza salvaje que habita dentro de él. A pesar de ello, Eva sabe del amor que hay entre ella y su padre. Sin embargo, esto no evita que la trama predisponga un desenlace violento en el que, si nos fijamos bien, hay cariño implícito en las cicatrices.