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Partiendo de una sólida concepción de su propio final, ‘Matadero’, de Santiago Fillol, aborda la lucha de clases desde la ironía, vistiendo a los burgueses de progres y castigándoles por ello
Da igual que hablemos de Rusia, España, Francia o Argentina, la violencia es un factor común a todas las revoluciones a lo largo de la historia. La palabra revanchismo está escrita en la frente de aquellos que la perpetran. Al tratarse en el cine, siempre surge el mismo debate. ¿Cuándo es gratuita y cuándo deja de serlo? En este aspecto, Matadero es una obra que, más allá de encontrar el efectismo en su uso, utiliza la violencia en pro de una progresión dramática. Existen numerosos atisbos de que su desenlace es descorazonado, pero no es hasta su final que vemos cuán retorcido es el propósito que persigue. Sin embargo, gracias a un elegante uso del fuera de campo, la película nunca llega a mancharse las manos. La tensión que precede al estallido es igualmente interesante y recibe la misma atención por parte de la dirección.
Jared Reed está filmando una película en la que los obreros asesinan a sus patrones. Con la excusa de aproximarse al hiperrealismo cinematográfico, se denigra en cámara el valor de la vida de sus actores. Estos, además de actuar, son activistas que apoyan las causas del movimiento obrero en Argentina. La ironía reside en el hecho de que, pese a su discurso político, todos ellos son niños de papá rebeldes. Precisamente, esta es la clave que impulsa a su director a aleccionarles a través de su obra. Por otro lado, los extras de la película sí que son verdaderos miembros de la clase obrera. Todos ellos trabajan en un matadero de animales. Durante el rodaje, la tensión entre extras y actores va en crescendo debido a la diferencia entre sus estamentos.
La violencia presente en el guion de Jared traspasa la ficción del encuadre y termina salpicando al rodaje. Desde su inicio, Matadero barrunta su propio final mediante distintos elementos de su puesta en escena. Un uso excesivo del diálogo como herramienta para acentuar esta idea acaba desvelando el final antes de tiempo. Inevitablemente, esto supone que el tercer acto pierda esa progresión dramática que tanto se busca en los dos anteriores. Como si se tratase del cómplice de un asesinato, el punto de vista se sitúa en la directora de fotografía, fiel seguidora de Reed. Su conducta, impasible ante la desgracia, es justificada por su propia voz en off alegando un juicio nublado, propio de una cineasta llena de ilusión.