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La esencia del relato de ‘Un año, una noche’ no está tanto en anotar y registrar como en captar lo indescriptible que dejó tras de sí el atentado terrorista de Bataclán
Después del 13 de noviembre de 2015 Francia sacó su fuerza militar a la calle. Lo ocurrido, entre otros atentados, en la sala de conciertos Bataclán, no dejó a nadie indiferente. Menos aún al Estado francés que declaró el nivel de alerta máxima. Sin embargo, peor fue para los supervivientes que asistieron al concierto de los Eagles of Death Metal. Para ellos se convirtió en un suceso que los arrastraría a un lugar inhabitable en el que la mente no podía descansar ni encontrar sosiego. Al menos, para Ramón González, un español que se encontraba en la sala con su pareja esperando tener una noche inolvidable. Lo fue, pero por una razón insospechada que lo marcó, hasta tal grado, que su vida sufrió un impasse. Dejó su trabajo y su relación sentimental quedó también lastrada. No efectivamente por lo ocurrido, sino por cómo cada uno decidió enfrentarse al trauma.
Toda la experiencia por la que atravesó Ramón quedó recogida en el libro Paz, amor y death metal que él mismo escribiría y que sirve de inspiración a la película Un año, una noche. Una cinta escrita a tres manos entre Isaki Lacuesta, Isa Campo y Fran Araújo, que componen un trabajo de escritura sosegada e intimista evitando el más puro minimalismo. Aquí, inteligentemente, optan por dejar fuera de cuadro algunas cosas, y en cambio, introducen otras, quizás más inesperadas y a través de las cuales experienciar el día después, el año después. Cómo un suceso impredecible cambia a los protagonistas, de qué forma y qué camino tienen que atravesar para curar la herida abierta. En esta elección, evitan lo obvio. No obstante, tampoco se reducen a una trama sino a varias que indagan en la relación de la pareja poniéndola a prueba.
Más brillante en lo particular que en el conjunto, Un año, una noche brilla en escenas concretas en las que Noémie Merlant tiene momentos estelares que otorgan una lucidez espontánea buscando respuestas que sobrepasan, ineludiblemente, el hecho. No es que Nahuel Pérez Biscayart no esté bien. Pero mantiene un tono más plano que describe muy bien su abatimiento, algo complejo de trasladar a la pantalla y que logra con convicción. Es un actor permeable que se deja arrastrar por los personajes que interpreta y aquí se mete en la piel de alguien quebrado. Quizás por ello mismo la química en la pareja, aplastada por el acontecimiento, se percibe como un inmenso bloque de hielo en el Océano. Una sensación que si bien puede desubicar al espectador se conduce con maestría para que comprendamos que la esencia del relato no está tanto en anotar y registrar como en captar lo indescriptible.