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En la progresión dramática de ‘Suro’, la ópera prima de Mikel Gurrea, está la clave de una película que mira lo rural con otros ojos
En el extremo noreste de Cataluña, en el Alto Ampurdán, se localiza Suro, la película de Mikel Gurrea que estos días compite por la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián 2022. El Ampurdán es una comarca gerundense con una amplia tradición en la pela de los alcornoques que sigue realizándose manualmente como hace tres siglos. Hacha en mano, los peladores extraen la corteza del árbol evitando dañarlo para que vuelva a regenerar su manto. Este será óptimo para una nueva recolección después de, al menos, una década. Un tiempo considerable que nos obliga a reflexionar redefiniendo nuestros modelos de vida. Base referencial de un Eco-Cinema que busca un retorno a la naturaleza. Lo hemos visto, estamos viendo esta inspiración, en una nueva hornada de realizadores que proyectan su trabajo mirando a un rural que deja de tener las connotaciones de antaño.
El costumbrismo, que abusaba del cliché, mira ahora de forma más naturalizada abordando una filosofía de vida que está calando en el cine más contemporáneo. Lo llevamos viendo en el Novo Cinema Galego, aunque generalmente este lleva implícitas connotaciones que beben de lo mágico y místico. Aquí, en Suro, no hay misticismo sino voluntad de llevar una vida que recupera el espíritu que reivindicó William Morris en el Arts and Crafts. Es un cine que representa a una generación millennial agotada de las pautas urbanas. Mikel Gurrea pertenece a esta generación y habla en su ópera prima desde este lugar. Rodeado de bosques de alcornoques la pareja protagonista que interpretan Vicky Luego y Pol López quiere crear un proyecto familiar alejado del ruido de la ciudad. En armonía con la naturaleza y aprovechando una herencia familiar que recibe la protagonista femenina, el paraíso parece estar al alcance de la mano.
Hay empeño e ímpetu suficiente para llevar a cabo lo que pronto se revela como un plan más imponente de lo que aparentaba. Remodelar por completo la casa en ruinas heredada, sacar adelante un proyecto vinculado a la industria del corcho y enfrentarse a la amenaza constante del fuego en un paraje aislado e idílico. Todo este esquema, a priori, es un estímulo para la joven pareja. Y le sirve a Gurrea como medio de exploración que enfrenta una trama llena de subyacentes cuestiones que ponen todo el tiempo al espectador en disyuntivas. Sobre los roles de género, sobre la migración y el trabajo ilegal, sobre los ideales enfrentados a un mundo real que los pone a prueba, sobre las dinámicas de poder y abuso, sobre el descubrimiento de otro que nos interpela. Suro avanza como el fuego imprimiendo un ritmo que nunca decae.
El motor principal de estas disposiciones es, sin duda, Vicky Luengo. La actriz logra escenas muy significativas para poner en la mesa de juego el cambio de paradigma en las relaciones de género que el cine, poco a poco, está empezando a tener en cuenta. Ella es una heroína que evoluciona formidablemente en la trama situándose, finalmente, en el lugar que le corresponde. Y es el detonante de que la cinta no acabe devorada por una historia que, en su estructura, no es especialmente original. Su fortaleza está, precisamente, en una progresión dramática que imprime carácter a unos personajes que modulan el relato a través de sus conflictos.