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Lejos de concurrir a un epílogo con moraleja, la ópera prima de Omar El Zohairy, ‘Plumas’, deja paso a la esperanza transformando una fábula en un poderosísimo enunciado de emancipación feminista
Aunque en la familia egipcia protagonista de Plumas el dinero apenas llega para comer, el patriarca lo malgasta caprichosamente para celebrar el cumpleaños de uno de sus hijos. Con todo, su esposa no rechista. Ella ni siquiera es un mueble decorativo. Su papel es más el de sirvienta que el de esposa y madre. No tiene ningún tipo de potestad. Supeditada como está a un marido dominante, tampoco sabe qué hacer cuando en la fiesta de cumpleaños este se convierte en gallina. En una especie de metamorfosis kafkiana el hombre desaparece mientras un mago realiza un truco. En su lugar aparece un ave. A la mujer, ahora, no le queda otra alternativa que buscar la forma de traerle de vuelta. Y encontrar el modo de sacar adelante a su familia. Comienza entonces un periplo que la obliga a enfrentarse a un mundo injusto que podría, no obstante, facilitarle su emancipación.
El relato absurdo y disparatado de Plumas funciona excelentemente para explicar, a modo de fábula, aspectos sociales y procesos evolutivos. Siguiendo la estela de directores como Tati y Kaurismäki que han creado una simbiosis entre realidad social y fantasía, el cineasta novel Omar El Zohairy realiza un trabajo soberbio. Su habilidad está en su magnitud para transformar, metamorfosear, cada componente en algo subversivo que colabora en la narración. Todo tiene un cariz tenebroso, desafiante. La repugnancia que causan algunas tomas que evitamos mirar de frente, no es sino una estrategia para vestir una realidad que pretende una revolución interior cuando no hay alternativa. En este sentido, la puesta en escena tan sobria y sobrecogedoramente espectral retrata el abandono dando lugar a muchas conjeturas.
La elección de un pequeño apartamento destartalado e inmundo contiguo a una fábrica que lo expone a una atmósfera de lo más nociva, eleva el diseño de producción a otro nivel. Es el hábitat de una anti-heroína principal, interpretada por Demyana Nassar, con una dignidad aplastante. Una actriz que sabe cuándo apartarse, hasta casi desaparecer del cuadro, para convertirse en poco más que una mancha sobre el suelo. Desde ahí, desde ese lugar, solo puede desaparecer o revivir aspirando a ser. La minuciosidad con la que este personaje, poco a poco, empieza a empoderarse sin que el cambio sea drástico es sorprendente. Por eso, lejos de concurrir a un epílogo con moraleja el guion escrito entre El Zohairy y Ahmed Amer no anhela volver sobre lo mágico. Por el contrario, lo increíble se desvanece y en su lugar la anunciada tragedia da lugar a la esperanza.
En todo esto también juega un papel esencial la fotografía, llevada a la hipertrofia, a un realismo desmenuzado por la mirada de Kamal Samy. Con un encuadre que evita convenciones reescribiendo la historia, subjetivándola, Plumas es punzantemente sensorial. El cine sigue sustentándose en la vista y el oído pero puede llegar a activar el olfato y el tacto. Cuando lo consigue, transportándonos a parajes tan sensitivos, alcanza a dibujar identidades muy potentes que vemos construirse en pantalla. Asistir al alumbramiento de estas metamorfosis, que convocan a la vida traspasando la muerte, es lo que nos permite entender la magia del cine en el momento actual. La chispa solo surge cuando alguien puede crear algo nuevo, que sorprende, mirando alrededor y tratando de superar la realidad hiriente con sátira y buenos trucos. Que además sea una película tan perturbadoramente feminista es, más que un reclamo, una asombrosa seña de identidad.