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Con un clima desbordado de emoción, ‘Girasoles silvestres’ es el nuevo registro de Jaime Rosales en el que se sabe con la responsabilidad de dialogar con los públicos
Hay muchos aspectos destacables en la trayectoria cinematográfica de Jaime Rosales, pero, vista desde la actualidad, sobresale su nexo con los públicos. Nunca antes el plural de públicos, que escapa de la masa uniforme, había sido tan adecuado para explicar una relación con la audiencia que ha ido evolucionando película tras película. El catalán ha pasado de, prácticamente, ignorar al espectador en pos de una verdad, a lograr que sus personajes salgan de la pantalla para componer cintas que crean una simbiosis de pieles. Ocurre aquí, en Girasoles silvestres, que acaba de presentar en el Festival de San Sebastián 2022. Su filme más liviano, más directo, más honesto. No hay trampantojos ni golpes de efecto inesperados que busquen la redención. En su lugar, hay escenas muy dramáticas que trazan itinerarios que fluyen como la vida perpetuándose a través de condicionamientos sociales.
Volviendo nuevamente al entorno de las relaciones de pareja los girasoles silvestres a los que remite el título conforman un paisaje humano que gira en torno a Julia. Un rol femenino arrolladoramente compuesto por Anna Castillo que parece estar en un momento espléndido como intérprete y que sería una magnífica Concha de Plata a mejor actriz. Su registro polifónico y su temple ante una historia repleta de subidas y bajadas es indiscutible. Junto a ella, el resto del elenco concuerda en la realización de un espectro gradual de masculinidades que reflejan un tejido social. Los rótulos que componen los tres actos con los nombres de los hombres que atraviesan el recorrido vital de la protagonista podrían ser una declaración de intenciones. Se usa el estereotipo para romperlo. Y se usa para superar un relato de lucha emocional por la estabilidad que, en realidad, no está sustentada en la pareja.
La pareja como tal es el motor de la historia. Pero la vida de Julia no está supeditada a ella. Girasoles silvestres plantea un pulso con la vida que tiene algo de irracional y en esta irracionalidad se maneja perfectamente una cinta que eclipsa sin recurrir a la afectación. En sí, los personajes están afectados, pero ello no implica que tengan que ser artificiosos. De hecho, con esta película Jaime Rosales se sitúa como un director de actores, una faceta que tenía, hasta ahora, relegada por otras que quizás le resultaban más fructíferas. Desde esta posición, todos los elementos artísticos contribuyen a dibujar un clima desbordado de emoción. En este sentido, la música adquiere un notable efecto que interviene coloreando la trama. Las escenas que abren y cierran bajo los efectos de Triana, son muy contundentes. Es una forma de condicionar el guion a una afectividad apasionada.
El sorprendente registro de Jaime Rosales, que parece mirar al Bigas Luna más castizo, sorprende por partida doble. Primero, porque no se evidencia la vanidad propia del artista. Este se coloca en una posición que le permite conversar con los públicos evitando la mera representación. Es un cine que atiende a las necesidades del medio. Todo es más fluido y visceral. No hay tanta mediación. Por lo demás, la otra baza con la que cuenta Rosales es que se manifiesta, implícita, una observación a un modo de abordar los géneros que no emplaza a la mujer a un segundo lugar y que define las dinámicas más contemporáneas. Algo que todavía está en proceso en muchos haceres porque es difícil desligarse de una manera de ver condicionada por el estatus. Sobre esto, a Rosales le queda, todavía, un camino por recorrer que, sin duda, renovará un vocabulario siempre en construcción.