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Un Gaspar Noé desconocido nos obliga a reflexionar sobre los procesos de la vida y nuestra responsabilidad en ellos en ‘Vortex’, su película más madura y sosegada
Gaspar Noé, hasta ahora, conservaba un aire de adolescente casi sexagenario que le hacía tener verdaderos fans entre los más jóvenes. Con películas que guardaban una actitud muy propia de Larry Clark, su audiencia estaba asegurada. Pero lejos de mantenerse en una zona de confort, Vortex rompe con todas las expectativas que pudiéramos tener a priori. No es solo porque sea una cinta sobre la ancianidad, sino porque hurga en la herida sin dejar tregua al espectador. Quizás por la temática también su audiencia suba unos cuantos años. En su filme más reflexivo, pausado y preciosista hace una jugada maestra. Pasa de la provocación que nos aseguraba un momento de distensión, porque recurría a los géneros para aligerar la trama, a una inyección de realidad. No es que sea documental pero, quizás por eso mismo, ya que está más focalizada, genera un desasosiego que impacta.
Contando con la presencia del cineasta Dario Argento, que debuta como actor, y la actriz François Lebrun en los papeles principales, Vortex es un trabajo de polisemia. A través de la vejez se habla del vacío que habitamos. También se enfrenta a la muerte mirándola de frente. Igualmente, vemos la vida desde la resaca del día siguiente a la fiesta. Cuando todo está desordenado y la cabeza no nos permite pensar con fluidez. La experiencia de la vida, aquí, se mira a través de una pantalla partida que incentiva la soledad de los personajes. Una pareja de ancianos que siguen juntos pero se sienten aislados. Cada uno en su mundo. Y en ese mundo propio también se atisban las desigualdades de género. Extraordinaria la psicología de la pareja carcomida por el paso de los años y, al mismo tiempo, unida por la fidelidad que se deben.
Hay temas a los que Vortex no le pone nombre para no generalizar. Por eso, hablar de Alzheimer resulta algo complejo porque la demencia asociada a la edad no siempre conlleva una enfermedad. Forma parte de un proceso evolutivo natural. Más, cuando hay de por medio abuso de fármacos que deforman la realidad. De hecho, es difícil a veces ponerle nombre a las cosas. Gaspar Noé lo sabe y enfrenta su película más sensitiva con mucho tacto. La vejez es una etapa de mucha fragilidad que el cine ha intentado esquivar hasta Amor de Michael Haneke. El cineasta argentino-francés hace lo propio pero desde una posición todavía más hiriente para el espectador que se encuentre en la mediana edad. Porque le hace cuestionarse su papel ante sus padres. Sin ser moralista, Vortex hace un necesario examen de conciencia.
Por otra parte, la película llega casi como un homenaje a los más afectados por la pandemia del COVID-19. Es un ejercicio poético que entiende también que el hogar es un personaje lleno de arterias. Una casa repleta de libros, de enseres, de trastos, de vida. Y que de pronto, marcada por la ausencia, se queda en los huesos, enterrada en el olvido. Mientras, las pantallas partidas acentúan la soledad y la desesperación. Vortex es un canto fúnebre, pero también un canto a una vida pasajera en la que aquello a lo que le damos importancia quedará en el olvido. En este sentido, es un canto a la insignificancia, al absurdo. Flotamos en una burbuja de realidad que no puede permanecer mucho tiempo flotando en el espacio. Y en esa burbuja vivimos aislados de nuestro entorno. Consciente de ello, Gaspar Noé baja su habitual ritmo y se mira de frente.