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Iván Fund abusa de su privilegio de autor en ‘Piedra noche’, una película a la que le falta una cohesión emocional que justifique su trama
Si por algo el cine puede ser mágico es por cómo todos los elementos que componen un relato en movimiento se engarzan. Por eso, es fácil que historias realmente buenas se echen a perder y otras, por el contrario, más sencillas y trilladas, acaben creando una suerte de escenario mágico donde ocurren cosas que reclaman nuestra atención. En Piedra noche, la película de Iván Fund, la tragedia sirve de detonador para construir un relato que busca trascender la pérdida convocando lo sobrenatural. Hay una intención de explorar emociones intensas. Sin embargo, el germen del proyecto se pierde en un laberinto de escenas inconexas. Debido a ello, se recurre a la música para tratar de solventar este caos. Pero lejos de lograr una unidad llega a tener tal protagonismo que se desliga del relato en sí. Todo está separado, aislado en una localización áspera donde es difícil llegar a conectar.
En el papel, el argumento tiene muchos alicientes. Una casa aislada y misteriosa en el medio de una nada acuática. Un edén para privilegiados. Desde sus ventanas se puede contemplar un mar inmenso y se escucha el ruido de la noche. Con todo, una tragedia ha sumido en el dolor más arcaico a la pareja protagonista de Piedra noche. La pérdida de un hijo puede llevar a un abismo difícil de soportar. Ante esta tesitura han decidido comenzar a vaciar la casa con la intención de mudarse lejos para apaciguar la angustia. No obstante, lo que no esperaban es que más allá de la realidad se abre una dimensión extraña. Como ocurre en la última película de Apichatpong Weerasethakul, Memoria, lo desconocido intenta explicar lo inescrutable. Aquí, el suspense más que crear entidad y ritmo al metraje devora todo a su paso. La nada es la nada. El abismo también.
Sin aparentes retos que atravesar o inconsciente de cómo la película cae sobre la audiencia, Iván Fund parece hipnotizado por la propia figura central que absorbe la trama. Un leviatán, un monstruo que no podemos identificar y que habita en esta playa desértica. Junto a él, el elenco, aparentemente, no encuentra el rumbo. Y justo cuando lo creíamos todo perdido, el final revela una suerte de epifanía que conduce Marcelo Subiotto, dejando en la sombra a un Alfredo Castro, capaz de levantar cualquier proyecto. A pesar de ello, la dolorosa travesía que, como espectadores, tenemos que franquear para alcanzar el nirvana no está justificada. Estilísticamente la película está truncada desde el principio porque los elementos que la componen se pierden en una noche en la que no podemos sortear las piedras. El cine de autoría no puede abusar de su privilegio. Y era necesario que una cohesión emocional fuera palpable desde el principio. No la hay.