Rosana G. Alonso
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Si bien persigue las coordenadas estéticas de Sean Baker, ‘Red Rocket’ juega con una bomba de relojería al entronizar a un personaje que puede resultar despreciable a algunos espectadores

Red Rocket | StyleFeelFree
Imagen de la película Red Rocket | StyleFeelFree

Desde Tangerine, Sean Baker ha demostrado que es el Murakami fílmico de la cultura popular estadounidense. Auspiciado por un sentido del color que capta la luz que remite a escenarios de costa y descanso, reproduce, película tras película, una imagen muy reconocible que indaga en la América profunda. Una América de la precariedad que en su persecución del sueño se consuela con un donut, resplandeciente como la carpa de un circo ambulante. Pero la cara B de esta postal que Baker retrata está empañada por los bajos fondos que implican a la industria del sexo. Nada es gratis. Y por ello, sus protagonistas se buscan la vida como pueden. Sin dramas anunciados —aunque los haya—. Con una positividad que regala la imagen y que es la esencia de un cine indie de esencia solondziana que disfraza la miseria con una mirada límpida y cándida.

En Red Rocket todas estas señas de identidad están presentes. Tiene la misma carga estética que reverencia el cielo, la libertad, la arrogancia juvenil estimulada por el sol. Porque el cine de Baker siempre es resplandeciente y sus personajes brillan por si solos aunque estén atravesando una ciénaga. En este caso, el protagonista es Mikey Saber, una ex estrella del porno que regresa a su pueblo natal porque literalmente no tiene donde caer muerto. No resulta tan irreverentemente entrañable como los personajes femeninos que pueblan las películas de Baker y le falta tacto para encandilar a la audiencia. Es un vividor y un estafador que vive de su éxito con las mujeres y por lo tanto, puede resultar despreciable. El cineasta de The Florida Project no le disfraza, le sigue sin emitir juicio alguno, consintiéndole escenas que dibujan un retrato tóxico de los Estados Unidos. Y esta es su baza.

Aunque el guion no busca el beneplácito de todas las audiencias y resulta ser una bomba de relojería que ataca a la moral del cine contemporáneo, no hay trampa. Mikey, interpretado con contundencia por Simon Rex —que también ejerció como actor porno—, hace un trabajo encomiable. En realidad, su vida se entremezcla en la pantalla y la libertad que le permite Sean Baker se evidencia en cada toma. El resultado es una cinta que nos muestra el sueño podrido de Estados Unidos. Aquel que se revela cuando los que buscan fortuna se ven seducidos a alcanzar el estrellato por la puerta de atrás. La industria sexual, al reclamo de Hollywood en Los Ángeles, es tan poderosa que muchos jóvenes acaban cayendo en su vorágine. Pleasure, de Ninja Thyberg, aunque dulcifica en parte a la industria para poder tener una conexión directa, es un buen ejemplo de ello.
 

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