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Con un relato que es fábula universal Kaouther Ben Hania, en ‘El hombre que vendió su piel’, aspira a representar los anhelos de cualquier humano sin miedo a caer en la estilización o el efectismo
Divididos entre privilegiados y mártires del sistema, el mundo que habitamos nos condena a la desigualdad. La realidad es que los argumentos históricos y geopolíticos son muy complejos y en ellos, la libertad y los derechos humanos dejan de ser. En este contexto, El hombre que vendió su piel se manifiesta como un contenedor en el que conviven conceptos antagónicos que tratan de explicarse. Para ello, Kaouther Ben Hania compone una escritura jeroglífica que busca descifrar nuestra existencia social en pugna por alcanzar un mejor estatus. Un cosmos en el que los extremos se encuentran. En un término, la libertad que solo parece ser posible por medio del capital. Y frente a esta, la mera supervivencia que arrastra una vida de pobreza y sometimiento. En el otro, el exceso materializado en la industria del arte que mira a los desfavorecidos, para extraer de ellos la savia que rentabilice la mercadotecnia.
Atravesada de saltos que pretenden conectar con los públicos a fuerza de gags y escenas enérgicas, El hombre que vendió su piel tiene muchos puntos en común con The Square de Ruben Östlund y Mi obra maestra de Gastón Duprat. Todas ellas buscan resarcirse de la violencia sistémica y social recurriendo a elementos de una comedia satírica que descubre en el mundo del arte un festín para alimentarse. En la cinta de la tunecina nos topamos con un excéntrico artista que abusa de su situación de poder para someter a un ser humano. Él es Sam Ali, un sirio que se ve obligado a huir de su país. Con la condición de refugiado y sin forma de poder moverse libremente por el planeta para volver con su amada, solo un pacto con el diablo podría sacarle del atolladero. Un acuerdo que le condicionará su vida para siempre.
La cineasta declaró que para el guion, sin duda lo más sobresaliente de una película que no puede evitar caer en un efectismo ya puesto a prueba en otras cintas que en su momento resultaron muy creativas, se inspiró en el trabajo de Wim Delvoye. Un artista belga que ya había probado a tatuar la espalda de una persona y presentarla como obra suya. Con esta imagen tan potente en su cabeza, y sumando a esta idea estrategias que dilucidan las diferentes políticas que nos colocan en un lugar del mundo, Ben Hania construye un relato que es fábula universal. Por eso, tampoco sorprende que su final estilizado y sublimado aspire a alcanzar los deseos y anhelos más nobles y exaltados que persigue cualquier ser humano. Saborear la libertad, encontrar el amor ideal que nos coloca en el mundo sin miedo, y escaparse de cualquier mal que nos persiga.