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Hay mucha sensualidad en cada plano de ‘¿Qué vemos cuando miramos al cielo?’, una película que hechiza al espectador para hablar de lo cotidiano, lo fortuito y el poder de la imagen
Cuando Lisa y Giorgi se encuentran por casualidad en las calles de una ciudad georgiana de provincias no vemos sus rostros. Un plano inicial nos muestra solo sus pies en una atinada decisión estilística que parece indicarnos que nuestra visión siempre es sesgada. ¿Qué vemos cuando miramos al cielo? La pregunta en sí es el título de una de las películas más sugerentes y exquisitamente estilizadas de los últimos años. Y también una metáfora que encierra muchas otras. Al frente de ella se encuentra Alexandre Koberidze, un cineasta que tiene claro que el cine contemporáneo es un cine de fusión que esboza. Un cine que mira a su alrededor, comprometido, enlazando conceptos y sin elegir premeditadamente a la audiencia. No hay dificultad añadida. Únicamente trata de ser un paisaje de un pedazo de vida que sueña y se sueña.
Ahora, entramos en un espacio mágico. Tan real como asombroso, las continuas idas y venidas, así como las audaces asociaciones, estrategias visuales y narrativas de esta cinta, lejos de frustrar al espectador lo elevan. El filme ¿Qué vemos cuando miramos al cielo? ensancha la mirada y el intelecto. Porque en realidad, ¿qué vemos perturbados por la imagen? En una dialéctica que enfrenta la realidad a la ficción y al azar, Koderidze crea un sendero de El mago de Oz por el que transitar. Caminando por él descubrimos Kutaisi, una ciudad georgiana en donde lo trivial y lo extraordinario se dan la mano. Con un juego formal extraordinario y embriagador Koberidze, junto a su director de fotografía, Faraz Fesharaki, compone un relato repleto de explosiones rítmicas. Una sorprendente recreación de un posible romance fallido que nos lleva a replantear la forma en que miramos.
Todo en ¿Qué vemos cuando miramos al cielo? está tan bien hilado que, al igual que sus protagonistas, es difícil no caer en su hechizo. Combinando el lirismo con una narrativa que se piensa así misma, vemos ante nuestros ojos un mural de vida y de convivencia en el que lo mundano alcanza otro nivel. Niños que juegan al fútbol, perros callejeros libres y pensantes, escenas de convivencia. En tardes de verano que se estiran e invitan al ocio. Hay mucha sensualidad en cada plano y cada escena se abstrae de la anterior para componer un mosaico que habla de lo cotidiano, lo fortuito y el poder de la imagen. Llegando al final y con un guiño metafílmico que ordena el estado alterado de las situaciones, la película se reconfigura recordando al que mira, al que busca, que para encontrar solo hace falta desear. Mejor, con los ojos cerrados.