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Con guion de Belén Sánchez-Arévalo y dirección de Javier Marco, ‘Josefina’ es una película que fluye como la vida, con una naturalidad prodigiosa
Con la soledad por mochila, algunos de los personajes cinematográficos más carismáticos han sacudido y entusiasmado a los públicos. Es curioso cómo aquello que nos produce rechazo en la vida sea tan atractivo en el cine. Y cómo ciertas ausencias sirven para tejer redes. Los humanos nos nutrimos de las relaciones que formamos, e igual que las raíces de un árbol buscan el agua, nosotros buscamos afectos. En este sentido, la escritura de Belén Sánchez-Arévalo, en Josefina, es prolífica en los estados emocionales que invitan a una alquimia regeneradora en los encuentros casuales. Aquella que solo una quimera mental puede alcanzar. Y entonces la narración fluye encontrando sus fuentes de agua. Ahí donde, precisamente, puede surgir el prodigio de la vida haciéndose. Así ocurría en En cuerpo y alma de Ildikó Enyedi o en Nunca es demasiado tarde de Uberto Pasolini, películas con las que guarda cierta afinidad narrativa.
Josefina comienza un domingo en un autobús. En él viaja Juan, un hombre que va camino a su trabajo, en una institución penitenciaria donde ejerce como vigilante de seguridad. Es el autobús que coge Berta para visitar a su hijo que está cumpliendo condena en la misma cárcel. Ambos personajes, ya a simple vista, parecen tener muchas cosas en común. Tienen una edad similar y están como ausentes. Él es un hombre de pocas palabras pero cordial, buen vecino, siempre dispuesto a arreglar lo que ha dejado de funcionar, antes de desecharlo. Ella una mujer de gran voluntad que tiene que hacerse cargo de un marido que ha quedado postrado en una cama, mientras saca la casa adelante con pequeños trabajos de costura que ocupan su tiempo. Ambos son dos solitarios destinados a encontrarse. No hay trampas. El espectador lo sabe desde el primer momento.
Si el primer largometraje de Javier Marco funciona tan bien y es capaz de conectar tan rápido con la audiencia es porque evita el artificio. Todo en Josefina está engarzado con una naturalidad y facilidad prodigiosas. Cada plano, cada transición, cada movimiento de cámara armoniza en un conjunto que discurre sin sobresaltos, con una banda sonora que no pasa por encima del relato. Y en el centro de este ritual cuasi-mágico, fluyendo como el tiempo, están las solemnes interpretaciones de Emma Suarez y Roberto Álamo. Ninguno hace sombra al otro, pero hay que reconocer que el rostro expresivo de la actriz de Las hijas de Abril le da muchas ventajas. No hay máscaras aquí que confundan al espectador. Cuánta necesidad tiene el cine de estos hermosos rostros que no ocultan el paso del tiempo y las cicatrices que hablan de la experiencia en la piel.
Qué hermosas pueden ser las huellas que deja el tiempo sobre el cuerpo. Esa fragilidad visible que no se retoca, que no busca el ángulo o la posproducción que la oculte. Esas arrugas tan elocuentes. Esas miradas vidriosas que nos miran. Y qué poco la crítica habla de lo importante que es representar a los personajes sin esa condescendencia que a veces tienen no solo el elenco actoral, sino también los cineastas hacia las corporalidades, las clases sociales y las edades. Aunque Josefina va al encuentro mágico que traza realidades abstractas, en ningún momento se olvida de lo importante que es dibujar personajes de carne y hueso que interactúan directamente con nosotros. Este es un filme que se sabe con la obligación de no engañar ni menospreciar a un espectador que puede continuar el relato. Una historia que fácilmente podemos proseguir porque estamos demasiado involucrados como para no hacerlo.