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El director aragonés Carlos Saura estrena ‘El rey de todo el mundo’, un musical complejo y luchador, con la intención de aunar la cultura mexicana y la española
El telón sube precediendo el trágico carácter de El rey de todo el mundo, la nueva película de Carlos Saura. El cineasta aragonés concibe una ficción coral coreográfico-musical, en forma de puente entre el folclore mexicano y la cultura española. A partir de una puesta en escena teatral, recupera el melodrama en estado puro, con sus innumerables personajes y subtramas. La base del relato la articula Manuel, un director de teatro que pide a Sara, una famosa bailarina, que idee la coreografía de su obra. Además, a la proposición se suma que deberá actuar en ella en silla de ruedas. A pesar de ser su expareja, la artista acepta, y la preproducción de la función comienza. Al casting se presentan Juan y Diego, dos jóvenes totalmente opuestos, pero con un interés en común: Inés, la protagonista. Por otro lado, esta intenta salvar a su padre de las deudas que amenazan con matarlo.
Tanto en su último cortometraje, Rosa Rosae. La guerra civil, como en Ana y los lobos, Saura destaca la violencia ocasionada por la Guerra Civil Española. Ahora, su preocupación se dilata hasta el otro lado del océano. Es evidente que los conflictos y las tradiciones de los países latinoparlantes obsesionan al cineasta. Por consiguiente, ambas cuestiones se entremezclan para plasmar la realidad presente y pasada de México, relacionándola con la de España. No obstante, la agresividad no se plantea con dureza desde el inicio. Todo lo contrario, la luminosidad que incorpora la faceta melódica y los matices tenebrosos de la precariedad social se complementan, aportando profundidad a su discurso. Asimismo, su mensaje se materializa en el escenario mediante la silla de ruedas de Sara. La intérprete se levanta y se sienta en ella dependiendo del momento dramático, no de la linealidad del filme. Por eso mismo, la silla de ruedas es el único elemento que trasciende la metaficción planteada por Carlos Saura.
El director expresa, a través de los labios de Manuel, su desprecio por los artificios hollywoodenses. Su intención es crear un musical que se aleje del glamur, para mostrar historias palpables. Objetivo que, sin duda alguna, cumple. Sin embargo, sacrifica ciertos aspectos narrativos para conseguirlo. La fórmula que esboza es original en su desarrollo, aunque no alcanza a compaginar orgánicamente las tramas. Se pierde en su concepción autorreferencial, la cual dista al desenlace de sus pretensiones iniciales. Así, la conclusión es difusa e inacabada. Pese a ello, es evidente la adoración del autor hacia el género. La fusión de la estructura teatral con la fílmica denota dedicación y una intensa investigación. Como resultado, la pieza rezuma veracidad y ternura.
Siguiendo las reglas que se autoimpone el propio Saura, los actores trasmiten una naturalidad que reivindica la tesis del largometraje. Los roles de cada uno se agrupan por edades, siendo los más jóvenes más brillantes y llamativos. En contraposición, Ana de la Reguera y Manuel García Rulfo, los adultos, son el ancla con la realidad. Si bien sus apariciones son ocasionales, cargan en sus hombros el peso del metacine. Gracias a sus interpretaciones, instalar una doble dimensión se hace posible. De igual manera, sobresale la banda sonora, conquistando el papel protagonista. Pues es el motor que impulsa los acontecimientos. Ya que, a pesar de no tener voz, sus variados ritmos entonan el grito de dos pueblos.