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Homenajeando muchos de sus gustos y pasiones, Wes Anderson lleva todos sus manierismos a su máxima expresión en ‘La crónica francesa’
Hoy quiero confesar que en el pasado coqueteé con el movimiento hipster. Sí, lo reconozco, llevaba gafas de pasta e incluso llegué a usar tirantes. ¡Era indie y presumía de ello! Aunque prefiero no excusarme, en mi defensa diré que entonces no era más que un pobre joven sediento de referentes. Quería ser cool como los personajes de Submarine de Richard Ayoade. En mis cascos sonaban grupos como Belle and Sebastian o Love of Lesbian y, por supuesto, estaba obsesionado con el preciosismo estético de Wes Anderson. Este año, después de su paso por Cannes, vuelve a las salas el director fetiche de los modernillos. Lo hace con una película, La crónica francesa, en la que todos los elementos característicos de su cine aparecen en su máxima expresión.
Con 10 largometrajes en su haber, Wes Anderson ha conseguido crear un estilo visual y narrativo único y de lo más particular. Un universo propio, plagado de caras conocidas, en el que los adultos se comportan como críos y los niños son más maduros que sus padres. Su humor es, además, muy inglés, a pesar de su origen texano. Sobre sus paletas de color pastel y su gusto por la simetría se han hecho publicaciones académicas, libros, e incluso cuentas de Instagram. Para muchos es un genio, para otros un esteta sin contenido. La pelea entre estos dos bandos es cuanto menos esperable tras el estreno de esta última cinta.
Después del paréntesis que supuso La isla de los perros, el realizador estadounidense regresa con una propuesta similar a la de El Gran Hotel Budapest. Sin embargo, por mucho que se le parezca, la nueva no es tan impecable ni accesible como la anterior. Y eso está bien, no creo que los creadores tengan el deber de superarse con cada obra. Lo que sí, La crónica francesa es un ejercicio cinematográfico muchísimo más complejo. Partiendo de la muerte del director y fundador de una revista, el realizador articula una estructura modular formado por cuatro relatos independientes. Como Las mil y una noches, cada historia es una matrioska en la que una narración lleva a otra y a otra y a otra. Además, sin perder cohesión, consigue darle a cada una un tono y formato narrativo bien diferenciado.
De alguna forma, esta película es un gran homenaje a muchas de las pasiones personales del director. De primeras, se aprecia su gusto por el periodismo, especialmente en su vertiente más literaria, y las revistas como The New Yorker. Después, está su amor a Francia, país en el que vive desde hace años y donde sitúa la acción. Le siguen el arte moderno, la gastronomía, el mundo de las viñetas gráficas y la Nouvelle Vague. Es, de hecho, esta última cinta en la que más se aprecia la influencia de la ola francesa en su cine. A esto se le añade el uso de pantallas partidas, cambios de color a blanco y negro, diversas relaciones de aspecto, la sobreimpresión de textos y la multitud idiomas. Todo junto hace de La crónica francesa una obra de lo más barroca e interesante.
Hoy que he decidido confesarme quiero reconocer que donde hubo fuego, cenizas quedan. Sigo llevando ropa vintage y estampados absurdos y, por supuesto, el cine del director texano me sigue encantando. Sin embargo, creo que Anderson tardará en volver a hacer películas tan sobresalientes como Moonrise Kingdom o El Gran Hotel Budapest. Tardará porque estos dos títulos significaron el establecimiento de un lenguaje cinematográfico propio y muy particular que, si bien sigue atrayendo, ya no impresiona tanto. Entre medias, probablemente seguiremos disfrutando de magníficas propuestas como ésta. Quién sabe, tal vez sea de sus desvíos a la animación de donde nos venga su próxima obra maestra.