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El jurado de la sección oficial, conformado casi exclusivamente por mujeres, reivindica el talento femenino siguiendo el ejemplo de Cannes y Venecia
La polémica está servida. Casi nadie hubiese apostado porque la Palma de Oro fuese a recaer en la película Crai Nou (Blue Moon) de Alina Grigore. Una cineasta joven que presentaba su ópera prima en San Sebastián y que tenía en su haber una incipiente carrera como actriz. La cinta, de la que hablé en mi crónica del día 3 del festival, ofrecía una visión femenina impregnada de un crudo realismo que se advertía como herida. Yo misma me quedé sorprendida con la decisión del jurado, pero reconozco que fue un fallo valiente, legítimo y honesto. Hay ecos en este largomentraje de un cine social que me gusta, representado hasta ahora por nombres (todos masculinos) como Ken Loach o los Hermanos Dardenne. Por eso, la perspectiva de Grigore, que todavía no se había explorado, es una mirada renovada a un modo de hacer conocido.
Aunque me resultaba más fresca la actitud efervescente de Inés Barrionuevo en Camila saldrá esta noche, una de mis favoritas a la Concha de Oro junto a Quién lo impide de Jonás Trueba, no tengo nada que reprochar al máximo galardón del Festival de Cine de San Sebastián. Llego a ver que aquellos que insinúan o dicen abiertamente que las decisiones obedecen a razones políticas, no perciben lo políticas que son sus opiniones. Bajo mi punto de vista, no creo que se premie a mujeres porque hay que premiar a mujeres. Sí creo, en cambio, que las cineastas están arrasando en festivales porque reflejan los malestares de nuestro momento presente, recurriendo a un lente nuevo, que amplía la visión, ofreciendo otros ángulos por sondear.
Hemos visto, por ejemplo, que hay públicos que se han reído a carcajada con la mirada anacrónica a los géneros de El buen patrón. Por contra, hay otros que hemos disfrutado con realidades más comprometidas con los roles, aunque impliquen a un espectro social todavía naciente. Personalmente, prefiero que el cine interpele lo excepcional a que exalte, sin afán documental, las dolencias sociales conocidas que perpetúan lo estereotípico. Además, ¿cuáles de estas películas definen mejor, no tanto la realidad de hoy, sino su energía? Por otra parte, ¿podemos mirar con propiedad, alejándonos de lo que nos concierne, nos toca, nos estimula, nos fastidia, nos aborrece? Hasta cierto punto. Y hay que entender también que el análisis puramente técnico esquiva los tiempos y la química que hace que un proyecto audiovisual fluya o se estanque.
No obstante lo dicho, el premio a mejor dirección a Tea Lindeburg por Du Som Er I Himlen (As in Heaven) me desconcertó. Sinceramente, creo que había mejores direcciones, respetuosas con los modos y las percepciones. Que además la actriz principal de esta película, Flora Ofelia Hofmann Lindahl, le arrebate el protagonismo total que merecía Jessica Chastain, en la interpretación de su vida, no deja de ser chocante. ¿Es posible que quitarle cierto glamour a Chastain sea también un gesto? A pesar de ello, reitero mi opinión, y puedo ver que las decisiones de Dea Kulumbegashvili, Maite Alberdi, Audrey Diwan, Ted Hope y Susi Sánchez obedecen a una reflexión profunda que entiende que ahora mismo son más importante ciertas sintaxis que sus modos; las palabras, que las acciones; las miradas renovadas que aquellas que adolecen de criterios paternalistas, que empiezan a decaer, por abuso de autoridad.