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La grandeza de un Verhoeven octogenario, que firma Benedetta, es que irradia juventud por cada uno de sus poros cinéfilos, sorprendiendo con una película de época que capta el espíritu presente
Tras su paso por Venecia, Benedetta se estrenó recientemente en la 69 edición del Festival de San Sebastián, sin dejar a su paso ninguna turbulencia. Al menos, de la que yo me percatara. La película venía precedida por voces airadas que la consideraban una blasfemia a la religión católica. Y a día de hoy, se suceden las reprobaciones por parte de sectores ultraconservadores. Sabiendo cómo se las gasta Paul Verhoeven, tenía interés por ver la cinta y al mismo tiempo, recelo. Prácticamente en toda su filmografía se evidencia cómo se regodea en un fetichismo que en ocasiones, más que kitsch, raya lo hortera. Hay que reconocerle, no obstante, que su deseo intrínseco por provocar a la audiencia siempre está envuelto en cierta ambivalencia, que ha depurado en sus proyectos más recientes. Las provocaciones que suscita buscan, sin excepciones, jugar con la moral y expandir los límites de lo correcto.
Vemos como en Benedetta esa ambigüedad se incrementa. Verhoeven sobrepasa aquí todos los límites permitidos, para firmar su obra más sarcástica. Es puro rock and roll que mantiene el interés hasta el final. Inspirada en el libro Inmodest Acts (Sor Benedetta, entre santa y lesbiana), escrito por la historiadora Judith C. Brown, sorprende revelándose. Por su significación, por sus asperezas que captan el espíritu de un tiempo presente en el que podemos mirarnos. Por eso, reconocemos el cariz que demandan los nuevos movimientos sociales en relación a la emancipación de la mujer, por medio de una imaginería pretendidamente distorsionada, bufonada, esperpéntica. Con un guion que el director de Showgirls vuelve a compartir con David Birke, tras la buena mano en Elle, la historia que replantean se perfila con efusiva jovialidad. En este sentido, no es una chifladura viejuna que busca pinchar a la audiencia gratuitamente.
Lo que podría interpretarse como provocación, adquiere otra dimensión. Benedetta exagera e infla ciertos resortes de una época pretérita, para convertirlos en fantasía que solo puede molestar a quien no contempla la disyuntiva, sino el juicio de valor, en una u otra dirección. No obstante, el veto que ciertos grupos piden para Verhoeven transforma este filme en una performance que mide el alcance de la cultura, manteniendo un pulso al que se nos invita. Un pulso que es en realidad una guerra de poder entre un espectador liberado, y una autoridad que se legitima a sí misma censurando. ¿Puede haber un aliciente mejor para ir al cine? Hay que verla para juzgar. Pero sobre todo, hay que verla porque es una película divertidísima que no necesita justificarse o meditar cada una de sus decisiones.
Benedetta tiene el mismo ímpetu sobredimensionado de Madre! de Darren Aronofsky, en su intención de explicar el mundo extenuado en el que vivimos. Incluso, porque hay cierto parecido, no solo físico, entre Jennifer Lawrence y Virginie Efira. Por lo demás, el triángulo de actrices que componen Efira junto a Daphné Patakia y Charlotte Rampling es extraordinario. Por otra parte, hay influencias obvias en ciertas escenas que casi se entienden como parodia. El mismo Verhoeven admite que bebió de El séptimo sello de Ingmar Bergman en la escena final de la peste. Cómo se reapropia de elementos de obras míticas del cine que incluyen a Iván el terrible de Eisenstein o Barry Lyndon de Stanley Kubrick no deja de ser, además, muy sintomático de nuestra cultura. La grandeza de este Verhoeven octogenario es que, quizás paradójicamente para algunos, irradia juventud por cada uno de sus poros cinéfilos.