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‘Entre perro y lobo’ se adentra, al igual que sus revolucionarios personajes, en una jungla personal e íntima que Irene Gutiérrez observa con detalle en su dirección
Pocos saben que Cuba colaboró con Angola en su liberación del resto de países africanos entre 1975 y 1991 en una operación militar denominada Operación Carlota. Yo entre ellos. Por lo menos hasta el visionado de Entre perro y lobo, de Irene Gutiérrez. Una película que muestra el día a día de tres cubanos revolucionarios, ya viejos y cansados de una historia pasada. Historia que además, parece haberse olvidado de ellos. Pues de revolución solo queda un ligero recuerdo, a veces amistoso, a veces triste, pero la mayoría del tiempo cruel y huidizo.
La tristeza profundiza en los ojos de los protagonistas. Para el espectador, la cámara de Irene Gutiérrez es una especie de mirada al pensamiento y al recuerdo de los guerrilleros. La mayoría del tiempo, más que mostrar qué hacen, Entre perro y lobo muestra cómo, o en qué se piensa cuando se actúa. A través de la inacción, del viaje a ninguna parte, del costumbrismo de la costumbre, ya perdida, el espectador llega a comprender en qué consiste el olvido. La película tiene una dinámica, y retrata un sentimiento. Muestra el hecho de reparar en algo que ya no está. Cuenta la historia de tres personajes que caen en la cuenta de algo y deben de tomar una decisión.
Entre perro y lobo habla de ideales. De aferrarse a una identidad. De la continuidad. ¿Qué ocurre cuando has sido algo, y te has identificado con ello, pero eso ya no existe? ¿Qué eres? ¿En qué te conviertes cuando dejas de ser? El filme no habla, cuestiona. Con escenas largas e ilustrativas. Con testimonios, acudiremos al fin de un ideal. El fin de la guerrilla, el fin de las revoluciones. Se siente la soledad entre tanto paisaje, y se nota la angustia de los protagonistas. Quizás en ocasiones, el metraje pueda resultar demasiado descriptivo, pero ¿cómo expresar lo que ni siquiera los protagonistas son capaces de exteriorizar?