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Con ‘La nube’, primer largometraje de Just Philippot, el terror francés empieza a hacerse un hueco en el panorama internacional con una película de calado
El nuevo cine de terror, que ha ido proliferando en los últimos años, ha dejado de estar supeditado al mero efecto. Ahora hay un interés por abarcar no solo lo psicológico, sino, especialmente, su vertiente social, visible en forma de alegorías. En este sentido, la obra de David Cronenberg es una de las referencias más claras. Tratándose de un tipo de cinematografía que recurre a lo orgánico para sobrepasarlo, su estudio social es evidente. Del comportamiento de las masas, de la desconfianza y la susceptibilidad humanas, de las obsesiones, o de cómo los miedos acaban generando monstruos. En la película La nube, primer largometraje del francés Just Philippot, vemos esta herencia. Aunque quizás aquí la primera semejanza que inevitablemente nos venga a la cabeza sea Los pájaros de Hitchcock. Con las escenas finales que nos muestran un enjambre de saltamontes convertido en nube terrorífica que busca sangre humana para saciarse.
Es innegable que los géneros de terror y fantástico están en auge. De hecho, no deja de ser sorprendente que La nube tenga factura francesa, una de las industrias más volcadas en la comedia. Sin embargo, Crudo, de Julia Ducournau, ya fue en su momento una cinta que puso alto el listón en la carrera de un cine de género que busca superar su propia definición. Estimulante, fresca y con un análisis de los personajes femeninos que demarcaba un terreno para los nuevos feminismos, sirve también de espejo donde se mira ahora Just Philippot. Las actrices que protagonizan esta película —especialmente Suliane Brahim como principal— no solo están soberbias, sino que sus roles miran a un presente de transformación. De hecho, es uno de los puntos más fuertes de un filme sensible en el ángulo, en la toma y en su compromiso para con una realidad que estamos continuamente edificando.
Más allá de los roles, el compromiso social de esta cinta encuentra muchos lugares comunes desde los cuales analizar aspectos que nos conciernen. Uno de ellos es el relativo a una posible alimentación del mañana, después de que agotemos muchos de los recursos alimenticios que ahora conocemos. Otro, es el tema de la competitividad desenfrenada por rentabilizar nuestros esfuerzos al máximo. Lo cual, acaba por provocar neurosis que vemos muy claramente cuando la protagonista comienza a sentir un vínculo obsesivo con sus insectos. Y que vuelve a conectar con nuestras formas de vida, en sociedades que no nos dejan tregua para maximizar nuestro tiempo y alcanzar resultados medibles que nos reporten un beneficio inmediato. No obstante, esta obsesión tiene un doble baremo que nos hace pensar que los insectos bien pueden ser una metáfora del sistema, que se ha apoderado de nuestras vidas para convertirnos en robots a su servicio.
No es que sea original en sí recurrir a los insectos como elemento terrorífico. Hay una lista larga de películas de terror que han incluido a estos pequeños animales que son proclives a provocar cierto desasosiego. Pero más allá de lo vistoso que tiene el diseño de nasas repletas de saltamontes en invernaderos que de por sí albergan un elemento terrorífico, lo interesante es el poder que acaban ejerciendo sobre las personas que tienen contacto directo con ellos. Son como las flores concebidas en Little Joe, de Jessica Hausner, que terminan por desarrollar su propio método para mantener alienados a sus cuidadores. El terror entonces se convierte en algo abstracto que opera en la psique del entramado social contemporáneo. No es de extrañar que cada vez haya más públicos a los que interese este terror que evoluciona, para encontrar vías de cauce que explican una realidad cada vez más distópica.