Óscar M. Freire

‘Guerra de mentiras’, de Johannes Naber, dialoga con la realidad para reflexionar sobre la posverdad, el engaño y la degradación moral de cada uno de los individuos que componen Occidente

Guerra de mentiras | StyleFeelFree
Imagen de la película Guerra de mentiras | StyleFeelFree

Basada en una historia real, desafortunadamente, Guerra de mentiras narra los engaños cometidos por la agencia de inteligencia alemana que concatenaron la Guerra de Irak. Sin embargo, una vez superado el argumento, su director Johannes Naber navega hacia significados más profundos. En un principio, la responsabilidad moral de buscar la verdad, a pesar de la utopía filosófica que supone tal empeño. En un segundo, la impotencia y descontrol inherente a la mentira, Curveball como su título original indica.

Quizás fue el episodio histórico más visualizado y representado con gravedad durante la década pasada, pero las consecuencias del Trío de las Azores continúan presentes. En la actual postverdad, indagar sobre los orígenes de las fake news con tanta exactitud como hace la película ya supone una proeza. Por eso, enfrentar la ficción con las declaraciones públicas de G.W. Bush o mostrar los estallidos de las bombas sobre Bagdad, indica que el cineasta se autodemanda la misma determinación que su protagonista, negar la falsedad, el engaño y el teatro. En un lenguaje plano, eminentemente televisivo y falto de suspicacia, el filme pretende comparar la recreación con los hechos y manifestar así su mecanismo interpretativo. No se podrían si no comprender los tajantes saltos temporales o la hermeticidad de sus personajes. Todo rema más a favor del documento que del argumento, del discurso que de la emoción.

Sin embargo, la consecuencia directa de revelar su entramado es la dispersión del canonicismo. Si se piensa Guerra de mentiras como una película narrativa convencional es complicado no caer en conclusiones reduccionistas. El tono es errático, en momentos cómico y absurdo, en momentos dramático y transcendente. Si bien sorprende que los alemanes consideren igual de esperpénticos a sus líderes políticos como nosotros, la conjunción del humor cínico con la denuncia contundente no termina de encajar. Lanzarse cuesta abajo y sin frenos sobre un trineo puede ser épico, pero en una película de conspiraciones, espionajes e intrigas es una huida desalentadora. Puede que por temor, puede que por desconfianza, Naber no se decide y la tradición de James Bond trunca la ambición por contar algo más que un relato. Con todo, ayudarnos a echar la vista atrás y repensar nuestra decadencia moral merece cada minuto de esta delatora película.
 

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