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‘The Killing of Two Lovers’, de Robert Machoian, destruye sin sutilezas el corazón de quien acepte su bella y marcada proposición de amor
Ventanillas, puertas y maleteros son los objetos que más aparecen en The Killing of Two Lovers, de Robert Machoian. David, un padre recién separado que lucha por salvar los restos de su matrimonio, conduce sin rumbo durante gran parte del filme. Nunca se ve el lugar al que se dirige, ni tampoco cuáles son sus intenciones. Perdido, desorientado y totalmente frustrado, David busca cómo recuperar a su mujer, ahora novia de otro hombre, y a sus cuatro hijos. Sobre las cuatro ruedas, surge el dolor, la rabia, la impotencia y la resignación de una familia herida al borde del abismo. Sobre las cuatro ruedas, estos dos amantes se matan lentamente.
Si bien el argumento es convencional, no tan lejano de los egocéntricos que se peleaban bajo el pretexto de proteger a su hijo en Historia de un matrimonio (Noah Baumbach, 2019), la puesta en escena es singular. La película se localiza cerca de las montañas rocosas de Utah, telón de fondo conector de todas las secuencias. El extenso paisaje nevado, grisáceo y melancólico, magnifica las emociones de los personajes. La profundidad que los separa, a cientos de kilómetros, les sitúa en la meseta simbólica y sentimental de su relación. Su amor se ha estancado y se congela hasta morir. Pero, en un paradójico y armónico contraste, el formato elegido, el clásico 4:3, asfixia los rostros y delimita los cuadros por una escasa franja de aire. Así, con manifiesta intención, se crea una fotografía prolongada que minimiza, y a pesar de ello sofoca a los conflictivos lovers.
La expresividad visual de los planos se complementa con una banda sonora subjetiva y sugerentemente narrativa. Los sonidos, ya sea el tambor de un revolver al girar o el mecánico chasquido de una puerta al cerrar, se articulan como una partitura. En varias secuencias, el punto de vista es auditivo, mental e imaginativo. Al elaborarse musicalmente, este recurso incrementa la tensión del protagonista y del espectador sin destruir la rígida verosimilitud que crean los largos planos-secuencia. Los actores son libres de crear matices de duda e incomprensión, al mismo tiempo que el director refuerza las claves de la secuencia. Aun a riesgo de ser repetitivo, un paradójico y armónico contraste.
Es, quizás, esto último, aquello con lo que se puede ser más escéptico. El director, notable en cada fotograma, corrige y restringe las emociones personales. La historia, su historia, está colocada para percibir con lástima el fin del amor. Un marido expulsado del paraíso y suplantado por un carroñero. Sin embargo, las interpretaciones son tan aparentemente espontáneas, y la mirada tan intimista. que la presencia del autor no es una carga sino un viento que sopla a favor. Las emociones brotan, empujadas o no, y demuestran que en The Killing of Two Lovers quien muere de amor es el espectador. Un viaje, siendo algo estupendo, tan hermosamente filmado, como hermosamente firmado.