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‘Nadia, Butterfly’, de Pascal Plante, parte de la estimulante idea de retratar las inseguridades deportivas, pero se enreda entre simbolismos autorales
Resulta extrañamente irónico, casi utópico, asistir a los nunca celebrados Juegos Olímpicos de Tokio 2020 aunque sea a través de la pantalla cinematográfica. El canadiense Pascal Plante sitúa este ilusorio evento como contexto de su nueva película Nadia, butterfly. Una nadadora de estilo mariposa de 23 años se enfrenta a la que ha decidido que sea su última competición internacional. Quiere aparcar su exitosa carrera deportiva para centrarse en los estudios y poder tener así un futuro más allá de los cuarenta. Por lo que, durante la celebración de los Juegos, Nadia debe convivir con la ambición por competir y a la vez, despedirse de todo lo que ama. Una conflictiva lucha de intereses entre la razón y la pasión que, como símbolo catártico, le permite eclosionar de crisálida a mariposa.
Nadia madura definitivamente al abandonar aquello que ama con una resignación contenida. Al aceptar que su acto de fe también responde a su individualismo, aquello que ella condena y denuncia en el resto de deportistas. Así, su deseo por alcanzar las metas en la piscina y en la vida se manifiestan de una forma bastante parecida. El agua, presente con juegos de luces azules, surge como leitmotiv en cada vacilación, en cada duda. Y la tentativa rendición se manifiesta a través de la profundidad de campo, situándose al alcance de la mano para Nadia y el espectador. Es decir, usando la inmersión total, fiel a la percepción del personaje, se asiste al combate interno por averiguar cuál es su identidad.
Ahora bien, el interesante desafío que supone explorar la opaca personalidad de la protagonista, se disuelve tras las imponentes articulaciones simbólicas. La metamorfosis se narra más sobre la idea que sobre la imagen, convirtiéndose en un arma de doble filo. A pesar de que genera una lectura rica y estimulante, constriñe el espacio de los detalles y el trabajo de las intérpretes. La frescura que podrían entregar las actrices naturales, verdaderas atletas olímpicas, se restringe a los excedentes intelectuales de su discurso. En consecuencia, le falta aire, realidad, verdad e improvisación y extralimita la presencia de su director. Sin mala intención, el ímpetu que se pueda tener por nadar a favor en este tentador filme se desgasta. Las ganas por acompañar a Nadia es su transformación solo son posibles al renunciar, como hace ella, a las cristalinas aguas cloradas de su autor.