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En ‘El verano de Cody’, el director Andrew Ahn, armado de modestia, presenta la ingenuidad de un niño como resolución para redimir los grandes pecados de Norteamérica
Desde los 70 ha habido incontables intentos por repensar la sociedad norteamericana presente y pretérita. Las heterodoxas formas de hacerlo han procedido del titánico Hollywood hasta el modesto cine indie. Sin embargo, tras el éxito en 2017 de The Florida project, de Sean Baker, parece haber surgido el canon acertado. En este sentido, El verano de Cody recicla los pilares básicos del intimismo, la sutileza y el compromiso de narrar respetando el espacio vital de los personajes, para retratar el auténtico espíritu estadounidense. Una comunidad que se resquebraja por el odio pasado mientras encuentra su identidad contemporánea.
El sugerente título original, Driveways, refiere a los típicos caminos asfaltados que cruzan los jardines delanteros de las vivendas. Son la parte más visible, el lugar de acceso, la carta de visita. Lo que alcanzan a ver los vecinos y, en algunos casos, lo que también ve la familia. Kathy y Cody, madre e hijo de origen asiático, cruzan el país para recoger y poner a la venta la casa de su hermana fallecida. La sorpresa ocurre cuando, tras atravesar el driveway, descubren la acumulación de basura y trastos propia de una enferma de Diógenes. Tras superar el shock y con la ayuda de su vecino excombatiente de la Guerra de Corea, los largos días del verano servirán para limpiar los escasos recuerdos que habitaban las paredes y recomponer, sin ninguna imagen, los vestigios de una familia.
Con este argumento deliberadamente escueto, ausente de dramatismos, el director medita sobre los, cada vez más urgentes, conflictos identitarios. Como ya hacía Baker, el ente transmisor de la emoción es un niño, excéntrico y sensible, que se debe enfrentar a los problemas adultos. La marginalidad, la muerte y la tristeza conviven con la excitación por conducir un cortacésped, la alegría de hacer bingo o la asimilación, duro e implacable clímax, de la imposible inamovilidad de la existencia. Porque entre todas las enseñanzas, el entendimiento de que el pasado, el presente y el futuro son consustanciales, es la más importante. Un discurso que le sirve igual a Cody que al espectador. Cuando los veteranos admiten en su mesa a los coreano-asiáticos, cuando los niños mejicanos están mejor educados o cuando se acepta la depresión y la soledad como un estigma social, el espectador es Cody, y Cody el espectador.
Los fuertes contrastes entre negros y verdes unidos a la preocupación por fraccionar los espacios y acercar la mirada a los detalles; el registro casi inexistente de las reacciones físicas de los personajes; y la disposición del tiempo continuado pero elíptico, provocan que la película encierre un componente de verdad difícil de alcanzar. De modo que, aunque el relato se vea venir desde el primer minuto, la sincera puesta en escena incita a pasar por alto sus desperfectos. En definitiva, la mirada, severa en su discurso, cristalina en su ejecución, es un placer sensible nada lacrimógeno, tan necesario como justo. Así, inaugurar el Americana Film Fest 2021 da mucho, mucho gusto.