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Cooper Raiff, el hombre orquesta detrás de ‘Shithouse’, propone una película veraz sobre la madurez universitaria a pesar de su falta de ideas cinematográficas
A diferencia de Europa, en Norteamérica es tradición que los estudios universitarios se desarrollen enteramente en el college. Son grandes residencias con alumnos procedentes de los distintos estados, recién graduados e independientemente novatos, los freshman. Pero su inmadurez no es solo experiencial, sino también emocional. Arropados por sus familias, la mayor parte de estos estudiantes se enfrentan por primera vez a la soledad, al desconocimiento y al contacto ajeno. Sucede así con el protagonista de Shithouse, la opera prima del director, guionista, editor y actor protagonista, Cooper Raiff. Un joven que descubre, tras un enamoramiento frustrado, que su actitud vital es el motor que debe regir la vida.
Cargado con más buenas intenciones que ideas, la película actualiza los modelos románticos al siglo XXI. Los personajes, acomplejados y disfuncionales, incapaces de generar contactos físicos, son el mejor exponente de la Generación Z. Su deseo por encajar a toda costa, unido a su habilidad para psicoanalizar sus traumas y comportamientos, les confeccionan unas máscaras, o pelucas, con las que bailar la fiesta sin pensar en la muerte. Porque contemplar en el final, ya sea de una tortuga o de un padre, rompe el espejismo de la inmortal juventud. Sobre escena, el miedo a madurar se compone con una relación amorosa, dos caras de la misma moneda. Tanto él como ella encaran el temor a salir de su zona de confort. Para uno, situada en el lejano útero materno; y para otra, en el libre, pero ocasionalmente cruel, empoderamiento femenino, acudiendo esquivamente al amor.
Si se sobrepasa la honestidad y veracidad del loable retrato generacional, quizá la historia no se aproveche de manera cinematográfica. Su discurso se sustenta a base de largos diálogos, interesantes por su contenido e interpretación, pero monótonos en su lenguaje. A base de planos-contraplanos, arbitrariamente traseros, arbitrariamente frontales, y socorridos másters generales, se corta, cocina y despacha todo el bacalao. La puesta en escena tiende a caer en lo predecible e insustancial, carente de vida. Y, aunque esta falta de estimulación sea una propuesta acorde con el punto de vista del protagonista, o una exigencia del bajo nivel de producción, la película se resiente en exceso. Por ejemplo, con la elipsis final, un esfuerzo por retrotraer el inicio basándose en espontáneos flashbacks en lugar de realizar una articulación física en escena. Como en muchos momentos, un lastre que pretendía ser un salvavidas.
Puede que el carácter novel de su director, tan bien manifiesto en sus inexpertos personajes, sea la virtud y el defecto de la película. La sinceridad narrativa que el autor construye, se desperdicia al carecer de ideas e ingenio audiovisual. En conclusión, una comedia romántica cuyo mérito pasa por actualizar los esquemas convencionales y dar voz a una generación incipiente, pero que no entrega nada más al espectador. Tan sólo un buen texto filmado, sin apenas hallazgos que merezcan ser considerados arte.