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La paciente tenacidad de Jun Li en ‘Drifting’ pone de manifiesto las desigualdades e injusticias de los sin techo hongkoneses, fotografiando con conciencia uno de los mayores problemas del mundo contemporáneo
En noviembre de 2019 estallaron con fuerza las manifestaciones en contra de la supresión democrática de Hong Kong por parte del gobierno central chino. Miles de habitantes salieron a las calles a protestar en manifestaciones cuyos altercados y posterior represión dieron la vuelta al mundo. En medio del caos, la inestabilidad política y la crispación social, Jun Li y su equipo rodaron Drifting. La película, cuyo tema entronca con las desigualdades, la brutalidad del capitalismo y el abandono de las instituciones, germen incendiario de las protestas, esquiva hábilmente el acontecimiento sin perder su carácter contemporáneo y de urgencia.
Durante el invierno, la policía despoja injustamente a unos sin techo de sus pocas pertenencias. El gobierno de la ciudad ha decidido limpiar sus calles por la inauguración de varias urbanizaciones de lujo. Con ayuda de una asistente social, estos alcohólicos y drogadictos se recomponen y forman una pequeña tribu debajo de un puente. Así, marginados de la sociedad, sufren la estigmatización y consecuencias de la masificación urbana, de una ciudad expansiva que se ha olvidado de los pobres. Entre todos ellos destaca Fai (Francis Ng), un patriarca sin familia que lucha por recuperar el honor que le han arrebatado, una disculpa. Su presente y su pasado constituyen la base sobre la que, sin inquisidoras lecciones morales, se erige la empatía, demostrando un respeto tanto por el relato, basado en hechos reales, como por el espectador.
Para conseguir tal propósito, el director mantiene un ritmo moroso, aparentemente insustancial, que permite indagar en las distintas personalidades. Los yonkies, alejados de la agresividad de retratos como Heaven knows what (2014) son tímidos, asustadizos y misteriosos. Tienen sentimientos nobles como el sacrificio, pero también pensamientos lúcidos resultado de la supervivencia con el “nadie puede salvar a nadie” como lema. Son, en definitiva, indigentes cuyo sentido de la humanidad les agranda, hasta tal punto, que hacen sombra a los altos rascacielos de apartamentos apelmazados. La oposición visual de dos mundos y dos éticas —una arriba y otra abajo— con independencia de la gravedad. De tal forma que, rodeado del gris y frío hormigón, a plena luz del sol, sin recursos lacrimógenos y solo apto para los observadores más pacientes, el drama de Hong Kong, y otras muchas ciudades, arde con rabia por su necesaria actualidad.