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La imaginación y el estilo de Joann Sfar no encuentran barreras en ‘El pequeño vampiro’, una aventura fantástica acerca del valor de la ilusión
Desde Francia y en forma de película de animación llega uno de los primeros estrenos del nuevo año. Junto a su madre, Vampir, de diez años, lleva siglos condenado a la vida eterna, obligado a existir oculto y en forma de vampiro. Un castigo que tampoco lleva nada mal. Pero cientos de años con fantasmas y esqueletos como únicos amigos ya le empiezan a cansar. Al otro lado del pueblo vive Miguel, un risueño niño humano y huérfano de padre y madre al que crían sus abuelos. Su deseo compartido de tener una infancia normal y feliz les lleva a conocerse y a entablar una inusual y entrañable amistad. Cuando ésta se ve interrumpida por el retorno de una terrible amenaza sobrenatural, la lealtad y el espíritu familiar deberán prevalecer.
Joann Sfar, originario de Niza, es conocido más allá del mundo del cómic por el que fue su primer filme animado, El Gato del Rabino. En esta ocasión, a través de Vampir y Miguel, el director habla sobre la infancia. Los golpes de humor van desde el tono más tonto al más ocurrente, conduciendo a la trama y sin abusar del efecto del chiste. El triunfo de todos sus elementos remite continuamente a la habilidad de Sfar como narrador, acompañada de una latente sensibilidad y empatía. Así, se respira cierto cuidado en la elección de los ingredientes que hacen del largometraje una obra colectivamente disfrutable.
En cuanto a la ilustración y el diseño de personajes, El pequeño vampiro mira hacia la vieja escuela mediante una incesante demostración de estilo. La animación en 2D recuerda a míticas series animadas de los noventa. Sin embargo, lo concreto de sus influencias van más allá de querer evocar nostalgia. La película está atestada de referencias al imaginario pop del terror clásico. Desde la estética de las ilustraciones de antiguas revistas de cine, hasta la apariencia de los monstruos de la Universal de los años treinta. Aunque la mirada ilusionada del director a aquella época tiene más que ver con el modo de hacer las cosas que con el producto final. Esto no descarta que haya incontables guiños cinéfilos muy bien encajados. Entre los más notables y simpáticos, que el aspecto del niño protagonista sea una versión en miniatura del Conde Orlok del Nosferatu de Murnau.