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El pintor madrileño Eduardo Arroyo, quien utilizó el humor e ironía de sus obras como forma de crítica a los totalitarismos y a la sociedad del momento, se presenta como una de las principales figuras del arte español
Si hablamos de los personajes de mayor trascendencia en el arte de nuestro país, debemos de pensar en Eduardo Arroyo (Madrid. 1937-2018). El pintor, que pasó parte de su vida en el exilio, fue uno de los principales creadores del Pop Art y la Neofiguración, estilos que estaban arrasando a nivel internacional. Sin embargo, tampoco podemos olvidarnos de su carácter multifacético, en cuyo trabajo jugó con diversas técnicas, temáticas o disciplinas. Y es que Eduardo Arroyo no se limitó a cultivar su destreza artística en la pintura. Su amor por la lectura le llevaron también a probar con la escritura. Su ingenio, inteligencia, audacia y cultura hacen que, tras haberse cumplido dos años de su muerte, Arroyo protagonice exposiciones como Eduardo Arroyo grabador, en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Es por ello que hoy es, y continuará siendo recordado, como uno de los principales exponentes artísticos.
Eduardo Arroyo nació en el Madrid de 1937, en plena Guerra Civil española. A pesar de las dificultades que suponía educar a un niño de la época en valores alejados del franquismo, el pequeño Arroyo ingresó en el Liceo Francés. Su familia siempre se había encargado de inculcarle la importancia de la cultura, aunque su padre jugó un papel trascendental. Juan González Arroyo, director de teatro, motivó a su predecesor a que adquiriese una especial sensibilidad hacia las artes en los cinco años que compartió con él, hasta que falleció en 1943. La enseñanza civil laica que recibió en el Liceo le permitieron descubrir la obra de Voltaire, Rimbaud o Balzac, lo que le alejó del totalitarismo en boga y le sirvió para saber qué había fuera de aquella España autoritaria en la que vivía.
Ironía para sanar las heridas del franquismo (1958-1976)
Ansioso por descubrir mundo, Eduardo Arroyo decidió que era el momento de salir del país tras hacer el servicio militar. Su deseo por conocer todos aquellos valores que le habían inculcado en la escuela francesa hizo que en 1957 se exiliase en París. El joven Arroyo se sentía atraído por las novedosas técnicas pictóricas que descubrió en la ciudad de la luz, que acabó convirtiendo en propias con el paso del tiempo. Desde entonces, su reconocimiento y aprendizaje no hizo más que crecer. En este primer periodo, utilizó la Neofiguración y el Pop Art y los reacomodó a su propio bagaje personal. Su obra, visiblemente marcada por los sentimientos de un exiliado, sirvieron como forma de denuncia ante la situación política de España.
Harto de la pantomima que se presentaba desde territorio español, utilizó el humor, parodia e ironía para desmontar la imagen idílica presentada por Franco del país. Esto mismo es lo que hizo en Los cuatro dictadores (1963). Arroyo vuelca sus pensamientos contra los totalitarismos europeos en cuatro lienzos donde representa a Franco, Mussolini, Hitler y Salazar. En forma de caricatura, el artista presenta sus torsos abiertos. Los desagradables órganos, huesos y músculos de sus protagonistas son apreciables en el óleo. Así, Eduardo Arroyo expulsa en el lienzo su desprecio hacia los totalitarismos representados mediante cabezas sin cerebro, únicamente rellenas por sus valores católicos y por los derechos humanos que violan. Con estos cuatro cuadros, Eduardo Arroyo hizo una crítica feroz y llena de ironía a las dictaduras pasadas —Hitler y Mussolini— y de la época.
Las secuelas del exilio (1976-1998)
Tras pasar veinte años viviendo en Francia e Italia, decidió, con la muerte de Franco, que era el momento de regresar a su país natal. A estas alturas, ya se había consagrado como una de las grandes figuras contemporáneas del momento. El madrileño, que continuó durante esta nueva etapa utilizando un tono de lo más irónico en sus piezas, nunca abandonó el tema del exilio. Es más, esta temática se agudizó incluso con su retorno. Con su vuelta, Eduardo Arroyo continuó sintiéndose como alguien que no pertenecía, que no formaba parte de la historia del territorio. Esa distancia que sentía le llevó a que los protagonistas de sus pinturas, algunos reales y otros ficticios, fuesen personajes que habían sufrido el exilio en sus propias carnes. De esta forma, la búsqueda de una nueva patria hizo que reconsiderase su estatus de pintor.
Arroyo se interesó especialmente por las figuras españolas del folklore del país o de personajes literarios. La anécdota también cobró una gran relevancia. La unión de ambas dio lugar a obras como Carmen Amaya fríe sardinas en el Waldorf Astoria (1988). En esta serie, el artista cuenta la historia —que coincide con su título— que se dice que protagonizó la famosa bailaora. Vestidos de lunares o el mantón de Manila, unido al dibujo de las sardinas, recordaban la jocosa situación de una exiliada más. Asimismo, obras como las de Madrid-París-Madrid (1984-1985) presentan también las historias de su propio exilio, a través del personaje del torero. Eduardo Arroyo, quien adoraba ir a los toros, llegó incluso a volver en muy breves periodos de tiempo desde el exilio a Madrid para poder acudir a estas corridas. Disfrutar de tal tradición le hacía sentirse, de nuevo, en casa.
La obsesión por su última obra (1998-2018)
20 años después de retornar España y con 61 años, por fin volvió a encontrarse cómodo en una nueva era democrática. En este renovado y aperturista territorio, su figura es completamente reconocida. La trascendencia y valores de sus piezas se reflejaban en los principios que llevaba décadas apoyando, ideas con las que ahora se levantaba el país. En esta última etapa de su vida fue recompensado por todo aquello que su tierra le había arrebatado con el exilio. Su calidad artística y sus amistades dentro del mundo de la pintura —como Miguel Zugaza, director del Museo del Prado entre 2002 y 2017— lograron hitos históricos. Arroyo llegó a convertirse en uno de los pocos artistas que han expuesto en vida en el Prado con su exposición Eduardo Arroyo. El cordero místico (2012).
Durante las dos últimas décadas de vida del creador, se dedicó a presentar exposiciones retrospectivas, pero no por ello dejó de pintar. Al contrario: sus años finales estuvieron marcados por la ansiedad de no saber cuál sería su último cuadro, lo que le llevó a trabajar en su obra de forma continuada y sin descanso. Inevitablemente, el 14 de octubre de 2018 esa duda que desvelaba al pintor acababa conociéndose. Dejaba a medias La Bella y la Bestia (2018), obra irónica protagonizada por la escritora Ágatha Christie y el dictador ruso Stalin. Sin embargo, su última pieza completamente finalizada sería El Buque Fantasma (2018), cuadro inspirado en una fantasía literaria, como muchos de sus trabajos; en este caso, del marinero de la ópera Tristán e Isolda.