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La recientemente estrenada ‘Saint Maud’ se suma a cierta corriente del cine contemporáneo que apuesta por el terror como medio y no como fin
Durante la última década, cada vez es más común dar con películas etiquetadas de terror muy alejadas de lo que este apelativo solía significar. El susto fácil y las tramas manidas sobre posesiones parecen haber sido sustituidas por un enfoque más complejo de lo inquietante. Títulos con muy buena acogida como Hereditary de Ari Aster, han suscitado el posible nacimiento de una tendencia sobre la que la opinión varía ampliamente. Críticos y cineastas se han pronunciado acerca del tema y han surgido decenas de nombres para hacer referencia a estilos, vanguardias y subgéneros. Uno de los más extendidos es el de terror elevado, que pretende ensalzar el elemento innovador y trascendental de esta clase de filmes.
Hay quien considera que hablar de terror elevado implica despreciar el resto de películas del género, al ser tácitamente tratadas de inferiores o menos inteligentes. Lo cierto es que el recorrido del cine de terror se remonta prácticamente a la invención del cinematógrafo. Y desde entonces ha tenido tiempo para reinventarse —o no— en numerosas ocasiones. Por supuesto, no hay que obviar que Hollywood lleva bombardeando las pantalla con historias y personajes espeluznantes desde hace siglos. Concretamente desde que se percataron de lo fácil que es completar aforo solo mediante proyecciones sobre zombis o sobre el asesino psicópata mata-adolescentes de turno. La explotación desmedida del género slasher que, a golpe de secuela y spin-off, contamina anualmente la cartelera con producciones olvidables quizá sea la gran culpable. Por un lado, de dar al cine de terror una mala reputación en términos de calidad; y por otro, de bajar tanto el listón.
Nuevos cineastas, nuevos enfoques, nuevo terror
Más allá de las sombras de la industria, el cine de terror contemporáneo tiende a recibir nuevas perspectivas con los brazos abiertos. O al menos eso parece estar sucediendo desde hace poco más de diez años. La productora Blumhouse o la distribuidora A24 han aprovechado para construir su marca personal en torno a la innovación, con propuestas más frescas. Y en el proceso de hacerse eco especialmente entre las nuevas generaciones de espectadores, han logrado propulsar a jóvenes directores. Es evidente que estos últimos son la parte esencial de toda la ecuación y los protagonistas de un nuevo terror con pocos años de vida.
Dentro de la pluralidad que representa esta tendencia, resulta curioso como cada cineasta destaca por su estilo propio. En 2015 se estrena La Bruja, la carta de presentación Robert Eggers y un primer vistazo a su universo inspirado en un folklore especialmente oscuro. Mientras Eggers se sujeta a una gran presencia de lo fantástico en un sentido clásico, Ari Aster prefiere un contexto más actual. Su Hereditary, de 2018, parte de una premisa aparentemente más típica pero descifrando en clave de terror un proceso tan duro como el duelo. Las obras más recientes de estos dos directores —Midsommar de Aster y El Faro de Eggers— se erigen dignas continuadoras de las anteriores.
Lo metafísico y lo espiritual son también temas frecuentes en el terror elevado, y dialogan con la religión en Saint Maud. El filme debut de Rose Glass es radical en todos sus elementos, una actitud con la que también firman el resto de sus compañeros. Pues este género bebe de un espectro tan amplio de referencias, resulta complicado otorgar a alguien el título de precursor. Pero puestos a señalar, se podría decir que Panos Cosmatos tiró la primera piedra ya en 2010 con Beyond the Black Rainbow. Tal y como demuestra con éxito Cosmatos, llevar al extremo la imagen sin descuidar el guion no es tarea fácil. Y aun menos si implica revestirlo de un fuerte componente social, como lo hace Jordan Peele en Déjame Salir y en Nosotros. Dos joyas que deja esta nueva ola del cine de terror, que si algo está demostrando, es que es absolutamente versátil.