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El cineasta Théo Court, en ‘Blanco en blanco’, recrea una instantánea de una historia que configura un presente atravesado por el genocidio, la dominación y la explotación
La historia contemporánea está edificada sobre la barbarie. El mundo que conocemos hoy es el resultado de los procesos de destrucción y aniquilación de los pueblos primitivos que vivían en armonía con su entorno, de la dominación y domesticación a la que el hombre sometió a la mujer, de la perturbación del paisaje. Con su segundo largometraje, Blanco en blanco, el cineasta español-chileno Théo Court no pretende la narración dialogada que sustentaría la cosmogonía que da origen al presente. Su intención no es recrear una acción subjetivada para poner de relieve el hecho. Más bien, proyecta documentar con imágenes que capta a través de una mirada que se abre al territorio por medio de un extraño personaje, un fotógrafo que llega a Tierra de Fuego por encargo.
El fotógrafo en cuestión está interpretado por Alfredo Castro, uno de los actores más sobresalientes de su generación – no solo de Latinoamérica –, a quien recientemente hemos visto en Algunas bestias de Jorge Riquelme Serrano. Su personaje funciona aquí como catalizador de todo lo que ocurre a su alrededor, viéndose sometido, al mismo tiempo, al hechizo que parece caer sobre él una vez que pone sus pies en este territorio perturbado por la codicia humana.
Castro, como hemos visto muchas veces bajo la batuta de Pablo Larraín, está extraordinario en la composición del personaje taciturno, esquivo y enrevesado que interpreta, caracterizaciones que le permiten desplegar sus mejores registros. Es el ojo que inspecciona y enfoca, pero también el que representa la belleza en el horror. Así, naturaliza la violencia, legitimándola con su impasibilidad y obstinación por escenificar lo inadmisible que le lleva a emular a Lewis Carroll, fotografiando sensualmente a una niña que se muestra como un trofeo de guerra más. También se inspira en los fotógrafos anónimos que registraron la masacre.
Blanco en blanco enfrenta por consiguiente varios retos. Primero, el de contar el genocidio como si estampara una imagen, sin interferir sobre el suceso. Por otra parte, está el reto de captar la belleza de un paisaje partícipe de la tragedia, inmutable a la acción. Y finalmente, está el desafío del arte, en su concepción clásica, que busca la grafía perfecta, la composición esmerada, el ángulo que desestima lo superfluo, independientemente del tema que retrate o el fin al que sirva.
La cinta de Court, a pesar de su prolijidad, queda eclipsada en su esmero por captar una impresión. Lo logra, a pesar de que sacrifica la legibilidad narrativa a expensas de la inscripción panorámica, en una escena final abrumadoramente descriptiva y elocuente en la que se hace una fotografía personificada del genocidio. Tras muchas dilaciones, la obra se enciende en ese momento fulgurante, quedando bajo la tutela del artista, logrando una suerte de indicio realista que conecta, según se acerca el desenlace, con Zama, de Lucrecia Martel. Atrapado en su esfuerzo por sobrevivir, Pedro, su personaje central, que acaba siendo cómplice del horror, se consume en un lugar del que no parece haber retorno.