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Detrás de la hipnótica experiencia futurista que propone Gabriel Mascaro en ‘Divino Amor’ se esconde una perspicaz crítica al Brasil de hoy postulado por Bolsonaro
Con Jair Bolsonaro en la presidencia de Brasil, el cineasta Gabriel Mascaro imagina un futuro cercano distópico. Ante la avalancha de valores evangélicos conservadores por los que está atravesando su país, este futuro avanza ya un cariz religioso muy pronunciado, que empieza a tener vistos fundamentalistas. Los evangélicos, ahora con un poder exacerbado, están buscando la forma de hacer de Brasil, oficialmente, una república ordenada por los mandatos de la Biblia. Observando esta situación, Mascaro hace ahora una crítica sagaz con Divino Amor, una película en la que, sin embargo, evita hacer un duro ataque a estos valores que tienen su raíz en un cristianismo acusadamente ortodoxo, decantándose por una sátira, que funciona como contrapunto a la también descabellada idea de Yorgos Lanthimos en Langosta.
Con el propósito de no ser categórico y dejar libertad de escrutinio al que mira, Divino amor recrea una realidad futurista ideada como un efervescente y llamativo aparato fluorescente en el que lo lúdico, sexual y festivo, se entremezcla con la devoción más cumplidora. Su disco-distópica dramática tiene a su disposición un entramado estético irresistible que encandila. Todo el brío y la exuberancia que ya veíamos en los anteriores proyectos de Mascaro se condensan aquí, en un filme que tiene el ímpetu de la transgresión de Jaco Van Dormael en Las vidas posibles de Mr. Nobody o El nuevo nuevo testamento.
Brasil en el año 2027 se entrega sin reservas a la religión del Amor Divino en una atmósfera de luces de neón y música disco. Las parejas que profesan este culto, exclusivamente heterosexuales, tienen el único objetivo de prometerse amor eterno y procrear tanto como les sea posible. Con tal cometido existen clubes en los que los pintorescos rituales y cantos festivos se entremezclan con verdaderas orgías sexuales. La sexualidad, no obstante, es muy manifiesta en la cinematografía de Mascaro, nada sutil y muy naturalista y enérgico en su empeño por descubrirla como un impulso natural y primario de la vida perpetúandose. Por otra parte, la estética kitsch, de lo más sugerente, junto con la fotografía, en la que vuelve a participar Diego García —también colaborador en Neon Bull— están encaminadas a plasmar un hechizante universo que, aunque delirante, no deja de ser muy seductor visualmente.
En un entramado tragi-cómico en el que prevalece una perspectiva grotesca de la realidad, es el personaje que interpreta con absoluta dedicación Dira Paes, el que finalmente sobresale, como una especie de mártir de sus propias creencias, señalando hacia una moraleja poco moralizante. El desenlace, abierto a interpretaciones es sugerente y no enturbia una película con una narrativa liviana y accesible. A pesar de ello, se resuelve con una candidez que frustra ligeramente las altas expectativas de un filme que engancha por su irreverencia y audacia a la hora de posicionarse sobre la realidad más acuciante que envuelve al Brasil de hoy.
Hay que reconocer además el importante salto que da Mascaro en su corpus, hasta ahora, de mirada casi documentalista. Esta es una película alegórica, divertida desde su condición extravagante, que funciona como espejo en el que mirar ya no solo a los brasileños anhelando el milagro, sino a la sociedad en su conjunto incapaz de ver más allá de su estrecha realidad, dominada por grupos de poder. Quizás, aunque el milagro fuese factible, no fuésemos capaces de verlo, ni de asimilarlo. Deberíamos de reflexionar sobre ello, porque precisamente los que deciden el futuro de la humanidad, ya se han percatado de nuestra ceguera.