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En la muestra ‘Cubismo(s) y experiencias de la modernidad’, en el Museo Reina Sofía, la experiencia cubista se dilata hasta su extenuación, lo cual permite hacer recorridos alternativos
Hoy en día tendemos a cotejarlo todo con la vorágine de datos que navegan por la red, así que probablemente el visitante que se acerque a la exposición Cubismo(s) y experiencias de la modernidad en el Museo Reina Sofía, quiera verificar el período que comprendió el Cubismo. Y efectivamente, Wikipedia le dará la razón si pensaba que el primer movimiento de la vanguardia se había prácticamente agotado para los años veinte del pasado siglo. Según consta en la página que le dedica la extensa biblioteca digital “el cubismo fue un movimiento artístico desarrollado entre 1907 y 1914”. Sin embargo, si recorremos las salas 207, 208 y 210 del edificio Sabatini veremos como se extiende hasta los primeros años de los treinta e incluye, más allá de la corriente surgida en París, a artistas latinoamericanos que alargan los brazos hasta abrazar un todo dislocado en piezas, en cubos, en fragmentos diseccionados que ahora buscan una lógica concertada entre los fondos cubistas del Museo Reina Sofía y los procedentes de la colección que Telefónica depositó en el Museo en el año 2016. En total en estas salas podemos apreciar 70 obras y un puñado de grandes figuras que giran en torno a Juan Gris, dejando abierto un círculo en el que destacan también Pablo Picasso, María Blanchard o Albert Gleizes. Artistas que junto a nombres como Joaquín Torres García, Xul Solar, Vicente Huidobro o Emilio Pettoruti, entre otros, trazan un mapa heterogéneo de lo que fue el primer movimiento verdaderamente rupturista con la tradición pictórica e incluso escultórica, como lo prueba Jacques Lipchitz con la imponente Marinero con guitarra (1917).
Es esta una lección que nos enseña a ver cómo más allá de las historiografías cerradas y generalmente angulares, las bifurcaciones abiertas que sugieren nuevos relatos, son siempre más interesantes que las leyendas repletas de héroes o las doctrinas con sus líderes supremos. Razón por la que me he decantado por extraer algunas obras que considero podrían explicar de manera sucinta este largo camino del cubismo como abanderado de una modernidad que encontró en el Bateau-Lavoir, un edificio en el que convivieron algunos de los artistas más prolíficos de principios del siglo XX, un lugar para el cambio de paradigma que provocaría la profanación de la representación de la forma volumínica clásica, como modo de superar la ilusión óptica del ojo, desenvuelta, en adelante, en parsimoniosas pinceladas no exentas, en ocasiones, de sarcasmo y de provocación hierática, que rompieron con las prácticas tradicionales de la percepción. Observable si atendemos al primero de los experimentos picassianos, la primera obra que destapó las bases del cubismo: Les Demoiselles d’Avignon, con una figuración etílica, hecha añicos, sintetizada y sin ningún tipo de compasión.
El cubismo en 4 retratos: Picasso, Blanchard, Gleizes y Gris
Hay algo fascinante e inagotable en los retratos cubistas en su afán por desentrañar lo irracional que habita en el subconsciente y es inherente a la mirada y el pensamiento conectado con la experiencia, en una ecuación razonada que no percibo en las naturalezas muertas cuando no dan un énfasis vigoroso al espacio que ocupan con el uso del color y la forma, excedida o no, en una dimensión armónica que no tiene por qué ser monótona. Contrariamente, en algunos bodegones que asimismo podemos ver en Cubismo(s) y experiencias de la modernidad se aprecian vibraciones que fluctúan por el lienzo, otorgándole un dinamismo silencioso que busca la comprensión, más allá de la apariencia, de lo que vemos.
La racionalización, en lo que ya es de por sí objeto racional, no me resulta tan evocadora porque lo esencial inmutable no tiene tanto interés en lo inanimado como en lo orgánico. Prefiero las cosas que se pierden en su subjetividad realista y tridimensional, buscando traspasar la particularidad de una forma que se convierte en nostálgica, si a su paso se intuye una convivencia con el espacio y los sujetos. Dicho lo cual, mi propuesta cubista en el Reina Sofía comienza con la sobrecogedora y misteriosamente felina Cabeza de mujer (Fernande) de Pablo Picasso, fechada entre 1909-1910, uno de los primeros cubismos de corte más brutal y primitivista; para continuar con el retrato poetizado de Mujer con guitarra (1916-1917) de María Blanchard, que guarda mucha relación con otra pintura, por la misma época, la de Madame Josette de Juan Gris. Entre las dos pinturas, la de Picasso y la de Blanchard, ya se advierte un cambio sustancial. Del cubismo fundacional de cromatismo opaco, tenue y terroso de perfiles hirientes que alejándose de lo ilusorio captan, a través de la estructura, los contornos angulares de lo invisible, de lo que proviniendo de la intuición, registra su escape; a una racionalización de contexturas más flexibles y un cromatismo menos cenagoso que encuentra puentes de contacto con esa ilusión que esquivaron los primeros cubistas, anticipando así un surrealismo a través del cual matizar la aspereza de una razón que difícilmente escapa a la exaltación del primer impulso que lleva a la acción.
Dos obras, las comentadas, que nos llevan hasta el final de la Primera Guerra Mundial. Finalizada la guerra, el cubismo sobrevivió, si bien, las fechas registradas del movimiento, no siempre lo contemplan. Sobrevivió su gnosis, y su enfoque no se perdió como cabría de esperar, porque como había escrito Amedée Ozenfant en plena guerra mundial en L’Elan, “la desaparición del cubismo implicaría la desaparición del verdadero espíritu de la modernidad creativa”. En la muestra Cubismo(s) y experiencias de la modernidad en el Museo Reina Sofía, podemos así continuar este pequeño recorrido por los retratos cubistas, fijándonos primero en El escolar (1925) de Albert Gleizes y después, para finalizar, en La cantante (1926) de Juan Gris. En ambos podemos visualizar como el color ha triunfado y los bloques proclaman su independencia del conjunto, algo insinuado en los anteriores retratos de María Blanchard y Juan Gris. Ahora, hay un enfoque más cercano, el autor entiende que cada parte, reducida a bloques geométricos precisos, como es evidente en El escolar, es autónoma y ello no impide que la visión de conjunto sea más esclarecedora que en la interpenetración favorecida por un cromatismo afín.
Para cerrar este cuadríptico, La cantante de Juan Gris exige una atención especial. El cubismo es más perceptible en el fondo que en la figura femenina que se asemeja a ciertos retratos Renacentistas, aunque conserva el fulgor cubista en la bidimensionalidad que juega no obstante con la tridimensional. La protagonista vestida de un rojo triunfante se distancia también del cubismo analítico acercándose en la postura de las manos y los ojos almendrados de inspiración etrusca, a una Gioconda más ensimismada y sin el desafío implícito que evoca la insondable sonrisa de la modelo de Leonardo da Vinci. Pese a ello, a lo esquivo de su mirada y su pose más púdica, conserva el mismo talante de ser iconografía de un movimiento, que en el caso del cubismo, estaba llegando a su fin, a finales de los años veinte, bien que los juegos constructivistas de Joaquín Torres-García puedan ser igualmente considerados patrimonio cubista. Pero entrar en este terreno, nos adentraría en un nuevo itinerario por estos Cubismo(s) inextinguibles. El que contempla el símbolo y la escritura.
Título: Cubismo(s) y experiencias de la modernidad
Artista: varios (Pablo Picasso, Salvador Dalí, Georges Braque, Manuel Ángeles Ortiz, Rafael Barradas, María Blanchard, Vicente Do Rego Monteiro, Albert Gleizes, Juan Gris, Auguste Herbin, Vicente Huidobro, André Lhote, Jean Metzinger, Emilio Pettoruti, Xul Solar, Joaquín Torres García, George Valmier, Daniel Vázquez Díaz.
Comisariado: Eugenio Carmona
Lugar: Museo Reina Sofía (Edificio Sabatini, Planta 2. Salas 207, 208 y 210
Fechas: desde el 21 de noviembre de 2017
Horario: de lunes a sábado y festivos de 10h a 21h / Domingo de 10h a 14.15h