En ‘Corn Island’, de George Ovashvili, la tierra se descubre como una metáfora visual que abarca todo

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Fotograma de Corn Island | StyleFeelFree

Corn Island es una delicia visual. Ante todo. Rodada en 35mm con una precisión estética y encuadre de una belleza excepcional, es una película para deleitarse con cada uno de los fotogramas dispuestos para seducir visualmente. Al espectador no le queda más remedio que dejarse envolver por esa placidez visual, o abandonar. Pero en realidad, no hay nada incómodo. El que mira se convierte aquí en presa fácil. Es más factible ceder a la atracción, que a la idea de renunciar. Dejarse seducir por un remanso de paz, marcado por pocos diálogos, es la única opción posible. En este estado de embriaguez en el que se sume el que asiste a la contemplación, las escuetas conversaciones, aunque sean sustanciales para comprender la trama, perturban en cierta forma la placidez intrínseca a la forma de abordar el filme, centrándose en esa lucidez del gusto, ineludible para hacer que una buena historia sea excepcional, si la trama está bien desarrollada. Ese es otro asunto.

Realizada por el georgiano George Ovashvili, comparte con Mandarinas, del también georgiano Zaza Urushadze, el tema del conflicto georgiano-abjasio, e incluso su forma de abordarlo. Pero en Corn Island  subyace, y no es tan relevante, hasta bien avanzado el metraje. La poesía atiende a muchas interpretaciones. Y esta es una oda visual que depende de la mirada y el escrutinio del espectador. Nada es sustancial sin esa mirada.

Independientemente de esas interpretaciones necesarias, la historia corre paralela a Mandarinas, en el sentido de que la guerra o la posguerra —no queda muy claro que período de la historia se está narrado en Corn Island— atiende a una sinrazón que resulta aún más evidente cuando los héroes no son los que buscan y encuentran enemigos a los que vencer, sino los que ven en el otro un hermano al que proteger, si las circunstancias lo requieren. Pero esto es secundario. La otra historia es la del trabajo, la del amor a la tierra, la de la búsqueda de ese remanso de paz, de ese oasis perturbado por esos otros que siguen necesitando batirse en duelo con un enemigo. Y los milagros de la naturaleza. Y los ciclos de la vida.

Esos milagros de la naturaleza son los que hacen posible que el río Enguri —frontera entre Georgia y Abjasia, donde lidia el conflicto— forme islas cada primavera. Este prodigio es el recurso utilizado para que un hombre de edad avanzada (Ilyas Salman) se apropie de un pedacito de tierra, para hacer de él un lugar donde construir, cultivar y vivir. En esta extensión, regalo del río, levanta un hogar que habitará temporalmente junto a su nieta (Mariam Buturishvili). Entre los dos, abuelo y nieta, se aprecia una relación que guarda cierto parentesco, aunque sea sólo desde un punto de vista plástico, con El arco, de Kim Ki Duk. Hay que descifrar los gestos, los sentimientos y la vida avanzando que forma también parte de esta relación no descifrada, tampoco, en palabras. Las palabras parecen dejar de tener importancia también porque entre las lenguas que pueblan los territorios circundantes —el abjasio, el ruso, el georgiano— sólo las acciones y los gestos cuentan. Pero por encima de todo, de las lenguas, de las relaciones, está la tierra como símbolo de la vida. Ese lugar sin dueño, ahora habitado, que nadie puede reclamar porque no es de nadie, parece convertirse en metáfora de la paz, del sueño conquistado, del anhelo de libertad. Y acaba por ser el personaje central de la historia, adquiriendo vida propia, al recuperar su génesis para contar su particular historia, la que no se puede contar con palabras, y en cierta forma, queda sin contar o narrada a medias.
 

FICHA TÉCNICA
Título original: Corn Island
Dirección: George Ovashvili
Guión: Nugzar Shataidze, George Ovashvili, Roelofene Minneboo
Reparto: Ilyas Salman, Mariam Buturishvili, Irakli Samushia, Tamer Levent
Fecha de estreno España: 22 de Mayo de 2015
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